La sal del mundo - Jorge Eugenio Ortiz.
Esa difícil facilidad de Cristo para expresar todos sus pensamientos se hace presente cuando define a sus apóstoles al declararles: “Vosotros sois la sal del mundo”. Difícil decir porque a todos se nos torna huidiza, insuficiente, la palabra cuando la buscamos o la hemos encontrado y la proferimos. Y ¡qué sencillo decir, qué claro acierto, qué fácil perfección encontramos en todos los pasajes donde Jesucristo nos da su lección hecha palabra!
La sal del mundo es como la sustancia de lo incorruptible o como el medicamento contra lo impuro, lo perecedero, lo que se rinde al agobio de la fatiga y de la muerte. Es desde luego lo que ahuyenta la sed, pero además el medio para que el alimento sea tal y nutra y reconforte y vivifique: el ambiente en que vivimos y el orden que nos protege son restablecidos constantemente por la sal; de ella nos sustentamos para mantener el equilibrio orgánico, la composición en que se erige nuestro cuerpo con sus huesos y con su integración articulada y su dinamismo y su perduración.
¡Cómo resulta trascendente esta metáfora para nuestros pueblos que son medularmente cristianos! Nacimos, en la coyuntura de un mundo que se transformaba al salir de las quietas luces de la Edad Media, de las manos generosas, dulces, devotas y sacrificadas de pequeños grupos de apóstoles de Cristo.
Perdida en el trasiego de la despensa —el vasto bodegón o la desmantelada alacena—, la sal está siempre ahí, indispensable, con su gris perla o su gris sucio o su inmaculada blancura. Para el pobre y para el rico, para el fuerte o para el débil, para el hombre nuevo y para el anciano. Sin ella perecería la humanidad.
Hoy es familiar para el conocimiento de los mortales la sed insaciable del elefante y la gacela, del tigre y las aves, cuando no encuentran la superficie rica y blanquecina de la sal. Hoy es contienda de los mundos empresariales el heredar las tierras en que se cosecha la sal para el consumo de los humanos.
¿Cómo es posible, nos seguimos preguntando, que con tan pequeño cuerpo de apóstoles, que con tan precario conjunto de hombres entregados a predicar la religión y a dispensar los servicios sacramentales, este pueblo se mantenga en profesión ardiente de su fe, que siga aferrado con mayor énfasis, con más esplendente espíritu que otros pueblos donde el sacerdote se puede prodigar con mayor frecuencia entre sus feligreses?
¡Sal del mundo que es aquí más eficaz, que se prodiga con mayor “saborío”, que desencadena mayores ímpetus devotos! Secreto, mejor, de lo alto, inescrutable designio de Dios, de Aquel que alimentó multitudes con la provisión insignificante de un cestillo de panes y de peces.
“Quédate con nosotros”, decían a Jesucristo, tristes y temerosos los viajeros de Emaús. Este disminuir la sal, que decimos que atrevidamente juzgamos insuficiente, despierta temores en el devoto ánimo. Y sin embargo con la noche que llega, como con la ausencia del divino maestro que se marchó luego de partir el pan, ha de renovarse la fe en el milagro de la permanencia de Cristo. Y que quede aquí entre nosotros la convicción de iluminada esperanza, esta confianza de que “la sal del mundo” no ha de resultar insuficiente, no ha de quedar menguada para el anhelo de que seamos dignos de permanecer incorruptibles hasta alcanzar la verdadera vida.
jodeortiz@gmail.com
Escritor
FUENTE : www.eluniversal.com.mx/ ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
lunes, 31 de diciembre de 2007
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