“No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo.”
Evangelio de san Juan 14, 15-21
Este sí que es un umbral decisivo:
estar dentro y fuera a la vez.
No ser del mundo porque no nos merece, con sus trampas y mentiras,
pero a la vez, estar dentro de él, sabernos parte del corazón de su propiedad, cómplices de su pertenencia. Un umbral difícil de sortear.
Si el mundo nos amara, estaríamos en sus manos, seríamos fruto acabado de su gloria.
Si el mundo nos amara, estaríamos en sus manos, seríamos fruto acabado de su gloria.
Pero si nos apartamos de él estamos confundiendo las fronteras más íntimas del corazón y nos engañamos definitivamente. Si estamos en él, a él pertenecemos, al menos en parte.
Pero el mundo es también la humanidad de Dios, criaturas perdidas o logradas, gente que ha salido de las manos del Creador y que él mantiene en la levedad de la vida, en la gratuidad de lo que se nos dona. El mundo somos todos, porque en él nos acunamos la humanidad y nos dejamos la piel en la lucha de cada día. Por eso se nos hace difícil la tarea.
Sabemos que el Señor ha vencido al mundo, que no debemos temer sus redes y cadenas, que el egoísmo no vencerá al amor, que los miedos no nos arrastrarán a la derrota. Sabemos que, abandonados en sus manos, somos capaces de más y de mejor. De más vida y menos muerte, de más ternura y menos odio y violencia contenida.
La frontera del amor está en el centro de nuestro corazón, en la entraña misma de la vida. No hay repliegue interior que no vibre al aliento del cariño, al estremecimiento de la verdadera compasión. Por eso es más fácil asegurarse entre el odio del mundo y su complacencia. Porque amamos, o pretendemos al menos amar con todo el corazón y con todas las fuerzas.
Sacados del mundo por el amor, dentro de él por el pecado. El príncipe del mundo es mentiroso, pero el Espíritu de la verdad nos acompaña y nos guía. Es el amor fraterno, el de verdad, el que nos libra de otras seducciones y nos regala el testimonio verdadero de la única Vida. Permanecer en él es nuestra única esperanza de victoria.
Pero el mundo es también la humanidad de Dios, criaturas perdidas o logradas, gente que ha salido de las manos del Creador y que él mantiene en la levedad de la vida, en la gratuidad de lo que se nos dona. El mundo somos todos, porque en él nos acunamos la humanidad y nos dejamos la piel en la lucha de cada día. Por eso se nos hace difícil la tarea.
Sabemos que el Señor ha vencido al mundo, que no debemos temer sus redes y cadenas, que el egoísmo no vencerá al amor, que los miedos no nos arrastrarán a la derrota. Sabemos que, abandonados en sus manos, somos capaces de más y de mejor. De más vida y menos muerte, de más ternura y menos odio y violencia contenida.
La frontera del amor está en el centro de nuestro corazón, en la entraña misma de la vida. No hay repliegue interior que no vibre al aliento del cariño, al estremecimiento de la verdadera compasión. Por eso es más fácil asegurarse entre el odio del mundo y su complacencia. Porque amamos, o pretendemos al menos amar con todo el corazón y con todas las fuerzas.
Sacados del mundo por el amor, dentro de él por el pecado. El príncipe del mundo es mentiroso, pero el Espíritu de la verdad nos acompaña y nos guía. Es el amor fraterno, el de verdad, el que nos libra de otras seducciones y nos regala el testimonio verdadero de la única Vida. Permanecer en él es nuestra única esperanza de victoria.
FUENTE : www.capillaarrupe.webnode.com/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
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