Releyendo estos días el capítulo seis del evangelio según san Mateo, me he detenido en esta perícopa, más bien breve, que concierne al ayuno.
Es un texto que a veces sentimos la tentación de dejar a un lado, poniendo como excusa que la Iglesia ya ha reducido la práctica del ayuno. Sin embargo, si lo releemos con atención, nos damos cuenta de que toca el núcleo del misterio evangélico, y quisiera, por eso, proponerlo para nuestra escucha común de la Palabra.
Mt 6, 16-18
Cuando ayunéis, no andéis cariacontecidos como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre, que v en lo escondido, te recompensará”
El texto posee un buen ritmo y recoge claramente las ipsissima verba de Jesús, que eran palabras como pedradas, como flechas punzantes; una vez escuchadas, ya no se olvidaban y ya no se olvidan.
En primer lugar, una pregunta obvia: ¿vale este texto sólo para el ayuno en sentido estricto?
Me parece que tiene un valor mucho mayor, si tenemos en cuenta su intención profunda y su colocación en el centro del sermón de la montaña. Se refiere, en efecto, no sólo a la dificultad del ayuno verdadero, es decir, cuando sentimos la pesadez del hambre y advertimos el nerviosismo de quien se priva durante algún tiempo del alimento, ya sea por ascesis o por motivos pastorales (tenemos trabajo hasta muy tarde y se debe aplazar la cena durante bastante tiempo); las palabras de Jesús valen para cualquier cosa que nos cuesta y nos pide sacrificio personal. Incluso físicamente, cargando con el peso de un mal humor, de una situación exterior difícil, de una salud quebradiza, el peso de las personas duras de oído y de corazón, etc.
Todas esas situaciones, llamadas entre comillas “ayuno”, cubren buena parte de nuestras jornadas.
¿Cuáles son, pues, los comportamientos posibles?
· El primero es hacer pesar a los otros lo que a uno le pesa; hacerlo pesar con mal humor, con el rostro oscuro, de modo que todos se den cuenta y nos compadezcan y se sientan un poco culpables.
· El segundo es esforzarse en no hacer ver nada, sino, por el contrario, mostrar alegría, serenidad, buen humor, acogida cordial, un cierto optimismo; es el heroísmo del que habla el evangelio. Si haces pesar a otros tus sacrificios, si realizas tus compromisos como deber, quizá mirando continuamente el reloj mientras una persona te está hablando, ya has recibido tu recompensa, te has desahogado suficientemente y no puedes pedirle más al Señor.
Busca, pues, la actitud contraria, aquello que pone en relación directa con el corazón del Padre, teniendo dentro de ti, en el secreto, el sacrificio, el “ayuno” que has realizado, y el Padre, que ve en lo escondido, te premiará. Aquí se pone en juego la santidad cotidiana, el mesianismo de la cotidianeidad; no hay necesidad de buscar quién sabe dónde. Ningún hombre, ninguna realidad humana, está en condiciones de recompensarnos verdaderamente: sólo el Padre. Es una afirmación formidable del primado de Dios.
Estamos ante el secreto de la alegría del evangelio, que es el punto cardinal de la vida del sacerdote, del cristiano, de toda la comunidad. De poco sirven las observancias y las exhortaciones, la regularidad de la vida, si falta la alegría del evangelio, que es soplo del corazón, un “algo más” de entusiasmo, la capacidad creativa que puede convivir con el ayuno y con esa forma tan dolorosa de ayuno que supone la aridez en la oración, la soledad y la desolación. Estas palabras paradójicas subrayan bien lo que significa decir: “y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará”.
( Tomado de “La audacia de la esperanza” ).
Es un texto que a veces sentimos la tentación de dejar a un lado, poniendo como excusa que la Iglesia ya ha reducido la práctica del ayuno. Sin embargo, si lo releemos con atención, nos damos cuenta de que toca el núcleo del misterio evangélico, y quisiera, por eso, proponerlo para nuestra escucha común de la Palabra.
Mt 6, 16-18
Cuando ayunéis, no andéis cariacontecidos como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre, que v en lo escondido, te recompensará”
El texto posee un buen ritmo y recoge claramente las ipsissima verba de Jesús, que eran palabras como pedradas, como flechas punzantes; una vez escuchadas, ya no se olvidaban y ya no se olvidan.
En primer lugar, una pregunta obvia: ¿vale este texto sólo para el ayuno en sentido estricto?
Me parece que tiene un valor mucho mayor, si tenemos en cuenta su intención profunda y su colocación en el centro del sermón de la montaña. Se refiere, en efecto, no sólo a la dificultad del ayuno verdadero, es decir, cuando sentimos la pesadez del hambre y advertimos el nerviosismo de quien se priva durante algún tiempo del alimento, ya sea por ascesis o por motivos pastorales (tenemos trabajo hasta muy tarde y se debe aplazar la cena durante bastante tiempo); las palabras de Jesús valen para cualquier cosa que nos cuesta y nos pide sacrificio personal. Incluso físicamente, cargando con el peso de un mal humor, de una situación exterior difícil, de una salud quebradiza, el peso de las personas duras de oído y de corazón, etc.
Todas esas situaciones, llamadas entre comillas “ayuno”, cubren buena parte de nuestras jornadas.
¿Cuáles son, pues, los comportamientos posibles?
· El primero es hacer pesar a los otros lo que a uno le pesa; hacerlo pesar con mal humor, con el rostro oscuro, de modo que todos se den cuenta y nos compadezcan y se sientan un poco culpables.
· El segundo es esforzarse en no hacer ver nada, sino, por el contrario, mostrar alegría, serenidad, buen humor, acogida cordial, un cierto optimismo; es el heroísmo del que habla el evangelio. Si haces pesar a otros tus sacrificios, si realizas tus compromisos como deber, quizá mirando continuamente el reloj mientras una persona te está hablando, ya has recibido tu recompensa, te has desahogado suficientemente y no puedes pedirle más al Señor.
Busca, pues, la actitud contraria, aquello que pone en relación directa con el corazón del Padre, teniendo dentro de ti, en el secreto, el sacrificio, el “ayuno” que has realizado, y el Padre, que ve en lo escondido, te premiará. Aquí se pone en juego la santidad cotidiana, el mesianismo de la cotidianeidad; no hay necesidad de buscar quién sabe dónde. Ningún hombre, ninguna realidad humana, está en condiciones de recompensarnos verdaderamente: sólo el Padre. Es una afirmación formidable del primado de Dios.
Estamos ante el secreto de la alegría del evangelio, que es el punto cardinal de la vida del sacerdote, del cristiano, de toda la comunidad. De poco sirven las observancias y las exhortaciones, la regularidad de la vida, si falta la alegría del evangelio, que es soplo del corazón, un “algo más” de entusiasmo, la capacidad creativa que puede convivir con el ayuno y con esa forma tan dolorosa de ayuno que supone la aridez en la oración, la soledad y la desolación. Estas palabras paradójicas subrayan bien lo que significa decir: “y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará”.
( Tomado de “La audacia de la esperanza” ).
FUENTE : www.revistaecclesia.com/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
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