miércoles, 7 de mayo de 2008

EL REY QUE QUERÍA SER ALABADO.

El rey que quería ser alabado.

Hubo una vez un rey a quien la vanidad había vuelto loco (la vanidad siempre termina por volver loca a la gente). Ese rey mandó construir, en los jardines de su palacio, un templo y dentro de él, hizo poner una gran estatua de sí mismo en posición de loto.
Todas las mañanas después del desayuno, el rey iba a su templo y se postraba ante su imagen orándose a sí mismo. Un día decidió que una religión que tuviera un solo seguidor no era una gran religión, así que pensó que debía tener más adoradores.
Decretó entonces que todos los soldados de la guardia real se postrasen ante la estatua por lo menos una vez al día. Lo mismo debían hacer todos los servidores y los ministros del reino. Su locura crecía a medida que pasaba el tiempo y, no conforme con la sumisión de los que lo rodeaban, dispuso un día que la guardia real fuera al mercado y trajera a las tres primeras personas con las que se cruzaran. Con ellas, pensó, ‘demostraré la fuerza de la fe en mí. Les pediré que se inclinen ante mi imagen. Si son sabios, lo harán y si no, no merecen vivir’.
La guardia fue al mercado y trajo a un intelectual, a un sacerdote y a un mendigo que eran, en efecto, las tres primeras personas que encontraron. Los tres fueron conducidos al templo y allí el rey les dijo:
-Esta es la imagen del único y verdadero dios, postraos ante ella o vuestras vidas serán ofrecidas como sacrificio ante él.
El intelectual dijo: -El rey está loco y me matará si no me inclino. Éste es evidentemente un caso de fuerza mayor. Nadie podría juzgar mal mi actitud a luz de que fue hecha sin convicción, para salvar mi vida y en función de la sociedad a la cual me debo.
Y dicho esto, se postró ante la imagen.
El sacerdote dijo: -El rey ha enloquecido y cumplirá su amenaza. Yo soy un elegido del verdadero Dios y por lo tanto, mis actos espirituales santifican el lugar donde esté. No importa cuál sea la imagen, será el verdadero Dios aquel a quien yo esté honrando.
Y se arrodilló.
Llegó el turno del mendigo, que no hacía ningún movimiento.
- Arrodíllate - dijo el rey.
- Majestad, yo no me debo al pueblo, que en realidad la mayor parte de las veces me corre a patadas de los umbrales de sus casas. Tampoco soy el elegido de nadie, salvo de los pocos piojos que sobreviven en mi cabeza. Yo no sé juzgar a nadie ni puedo santificar ninguna imagen; y en cuanto a mi vida, no creo que sea un bien tan preciado como para hacer ridiculeces para conservarla… Por lo tanto, mi señor, no encuentro ninguna razón valedera para arrodillarme aquí…
¿ Cuál es su conclusión ?
( Autor desconocido ).
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.

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