Orar con el Salmo 23
Enrique Sanz Giménez-Rico, sj*
Sal Terrae 95 (2007) 695-705
Cuentan haber oído referir en más de una ocasión a Carlo Maria Martini una anécdota de la época en que era pastor de la archidiócesis de Milán. En los años en que estuvo al frente de ella, tuvo frecuentes contactos con el grupo «Samuel», formado por personas entre 18 y 30 años, con inquietudes vocacionales cristianas en el más amplio sentido de la palabra1. Comentaba el sabio conocedor de la Biblia que estos jóvenes no tenían excesiva dificultad en cumplir algunos compromisos, incluso de corte ascético, que podían ayudarles en el camino que recorrían: por ejemplo, no ver la televisión en sus ratos de descanso. Sin embargo, sí formulaban como una meta nada fácil de lograr el poder percibir, encajar y sobrellevar cualquier tipo de angustia o ansiedad que con frecuencia les alcanzaba, y se sentían incapaces e impotentes ante tantas situaciones incómodas que tanto nerviosismo e inquietud les generaban.
Dicen que Martini señalaba que un buen remedio para acometerlas era el rezo del conocido Salmo 23 («el Señor es mi pastor, nada me falta...»), pues es, sin lugar a dudas, una medicina espléndida para la ansiedad y angustia del corazón. Es una preciosa oración que cura, sana y alienta a todo aquel que, en la marcha o camino que emprende, se encuentra con obstáculos que asustan y entorpecen el discurrir del mismo.
Acercarnos a su contenido y, sobre todo, a aprender a orar con el Salmo 23 es el objetivo principal de esta colaboración de la serie dedicada por Sal Terrae en este año 2007.
El Salterio, un libro de meditación
Hasta hace no muchas décadas, los estudios bíblicos sobre el Libro de los Salmos, o Salterio, tanto eruditos como divulgativos, centraban más su interés en el estudio e interpretación particular de los distintos Salmos, considerados éstos de manera individual. En la actualidad, son muchos los autores que se acercan al Salterio como tal, como un libro unitario formado por 150 Salmos y que en el momento en que fue canonizado, es decir, reconocido como oficial o normativo, «era el texto básico de la piedad personal e individual... Era el texto por antonomasia de la meditación, el texto de meditación unitario»2. Era el formulario de oración del pueblo de Dios, la escuela de oración del creyente, en la que éste aprendía el lenguaje con que podía dirigirse a Dios en las distintas situaciones en que se encontraba. Se trata, por tanto, de un libro que contiene las palabras, las fórmulas, las expresiones que utilizaba y utiliza el ser humano que vive, siente, padece..., en el que pueden coexistir contemporáneamente el dolor, la alegría, la pena, la esperanza, la alabanza, el reconocimiento...
En cuanto tal, consta de diversos tipos o géneros literarios, diversas connotaciones: la alabanza a Dios, la confianza, la súplica divina, la reflexión sobre la vida o sobre el ser humano (ámbito sapiencial), la confesión del pecado, la lamentación por la situación que se vive, el agradecimiento a Dios...
El siempre recordado L. Alonso Schökel, gran impulsor del estudio del Salterio en el ámbito hispano, indica que los Salmos de confianza son aquellos en los que «el orante expresa un estado de ánimo reposado o dramático, gozoso o tembloroso, sin enunciar peticiones específicas»3. En ellos, el que se dirige a Dios se entrega y abandona enteramente a éste, su salvador, en cuyas manos pone toda su existencia. A dicho grupo pertenece también el Salmo 23, uno de los favoritos del Salterio, tan lleno de consuelo4, tal como indica uno de sus versículos (tú estás conmigo), que titula precisamente nuestras páginas.
Antes de desarrollar su contenido en el marco último de referencia de nuestra contribución, ofrecemos unas breves e introductorias pinceladas sobre la estructura y composición del Salmo 23 que pueden ayudar a lograr una mejor comprensión del mismo.
Dos son las partes en que se puede dividir este Salmo: Sal 23,1b-4a / Sal 23,5-6. La primera de ellas tiene su soporte en la imagen del pastor (Yahveh es mi pastor); la segunda, en la del anfitrión que ofrece hospitalidad (me preparas la mesa ante mis enemigos). Ambas están vinculadas por Sal 23,4b, de una especial importancia en el Salmo: porque tú estás conmigo, tu vara y tu cayado me tranquilizan.
Ahora bien, quizá más que hablar de dos imágenes distintas en Sal 23, parece que hay que mencionar una doble: Dios, pastor y anfitrión. El pastor parece referirse al que conforta físicamente, acompaña, cuida; el anfitrión, al que protege de los enemigos. El pastor-anfitrión, al que se muestra lleno de interés por su rebaño y lleno de solicitud por su huésped o invitado5.
«El Señor es mi pastor; tú, Señor, eres mi anfitrión»
Aunque los Salmos de confianza pueden ser oraciones dirigidas a Dios por un sujeto que se encuentre animado o desanimado, tranquilo o en extrema tensión, tembloroso y cabizbajo o lleno de gozo y feliz, el conjunto de Sal 23 apunta en la dirección de un individuo que se encuentra en marcha, en camino, y que recorre una travesía nada fácil de andar, plagada de dificultades y peligros. Un individuo que afirma ser conducido por Dios (Sal 23,2), guiado por él (Sal 23,3), con deseos de dirigirse a su encuentro (volveré a la casa de Yahveh por días sin término: Sal 23,6), y que atraviesa un valle tenebroso (Sal 23,4). Es sobre todo esta última referencia la que subraya el elemento de tinieblas, de oscuridad, de muerte: en el texto hebreo, la palabra que acompaña a valle, que traducimos por tenebroso (adjetivo), es un sustantivo compuesto, entre otros, por el término muerte, y es sinónimo de infierno. De ahí que la citada referencia «posea una dimensión grandiosa... Se trata de la travesía de un peligro extremo, que engloba en sí todas las angustias, los terrores, las persecuciones, las enfermedades y la superación de los peligros mortales»6.
Nos encontramos ante un sujeto con el que quizá podemos identificarnos muchos de los lectores de estas páginas, para quienes el recorrido que sigue a continuación (rezar con el Salmo 23) puede resultar, en mayor o menor medida, de utilidad. Al fin y al cabo, muchos de nosotros, al igual que numerosos contemporáneos nuestros, vivimos en movimiento, en camino, atravesando diariamente numerosas situaciones, cuando menos complicadas y llenas de obstáculos y problemas.
El primer momento de dicho recorrido, realizado siempre en un lugar y en un tiempo en el que el orante pueda estar a solas con Dios, con paz y tranquilidad, sin excesivas prisas, puede ser la repetición del elemento central del Salmo: porque tú estás conmigo. Es cierto que esta referencia del Sal 23 es, en alguna medida, el punto de llegada que el orante quiere alcanzar. No deja de ser verdad, sin embargo, que también es su punto de partida y el eje que vertebra todo el proceso de apertura y relación con Dios. De ahí que no haya que descartar la conveniencia de iniciar el rezo del Sal 23 con una repetición, a modo de mantra, de la citada frase (Sal 23,4b), que puede ayudar a acercar al que va a dirigirse a Dios a la paz que está siempre junto a él.
A continuación, en un segundo momento, mucho más largo y duradero que el anterior, el sujeto que vive una vida agitada y que quiere hacer suyo el lenguaje del Sal 23 para acercarse a Dios puede centrar su actividad en dos imágenes (el pastor / el anfitrión) y en dos operaciones complementarias (la consideración / la expresión).
Puede sucederle al orante de nuestros días, al menos al que vive en las latitudes más conocidas por el que estas líneas escribe, que le sorprenda sobremanera el hecho de que la Biblia mencione a Dios como pastor y como anfitrión, y que ambas imágenes le resulten difícilmente comprensibles.
Sin embargo, si se tiene en cuenta la cultura y el imaginario semita, se puede recordar que en dicho mundo de referencia «el pastor es algo más que el simple guía que lleva de un lugar a otro... Es, sobre todo, el compañero permanente de viaje, sin tiempo para sí y con todo el tiempo para su rebaño, que comparte con él sus riesgos, su sed y su hambre, y que le ofrece seguridad y salvación»7. Así pues, él es, por encima de todo, fiel; cuida de su rebaño con la máxima atención; no es violento ni impone cargas pesadas a sus ovejas. En definitiva, es muy distinto de esos pastores a los que denuncia el profeta Jeremías: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos, se toman la leche de las ovejas, se visten de su lana, no apacientan el rebaño, ni robustecen a la res flaca, ni curan a la enferma, ni vendan a la que padecía fractura, ni devuelven a la descarriada, ni buscan a la perdida, pues avasallan a su rebaño con violencia y crueldad» (Ez 34,2-4). Son éstos últimos unos pastores que, como recuerdan de manera particular los dos términos finales de la cita bíblica anterior, presentes también en el comienzo del relato del Éxodo (Ex 1,13-14), tratan a sus ovejas como trató el Faraón al pueblo de Israel cuando éste se instaló en Egipto: con un maltrato tal y tan falto de compasión y humanidad como el que confiere un señor poderoso inhumano a un súbdito o siervo que le sirve. Dios, al contrario –así se puede leer también en Ez 34,10-15– es el pastor interesado por su rebaño, que lo salva de las situaciones inhumanas de servidumbre esclavizante, que le ayuda a vivir en paz y bienestar y que crea unión entre todas las ovejas de su plural rebaño8.
Por lo que respecta a la imagen del anfitrión, Sal 23,5 recoge y refiere a Dios las numerosas características que configuran al que acoge y atiende al huésped que se encuentra en peligro en el Oriente Antiguo, en el mundo en el que nace y se gesta el Antiguo Testamento: ofrece amistad mediante una copa, protege y asiste generosamente preparando una mesa en la que encuentra refugio el que está en peligro. Un aspecto, este último, resaltado por el término «mesa», cuyo significado primitivo es el de piel de camello u otro animal que extienden los beduinos bajo su tienda para poner encima el alimento y la bebida. Poner la mesa o extender la citada piel es, en el contexto del desierto, ofrecer de comer al que está asediado por los enemigos, ofrecerle salvación9.
En este segundo momento en que se encuentra, conviene quizá que el orante de hoy, que vive la vida con el ritmo anteriormente señalado, realice dos operaciones complementarias: considerar / expresar (manifestar). La primera de ellas, entendida no sólo en su sentido más etimológico (examinar las estrellas o el mundo sideral: en latín, sidus-sideris significa «estrella»), sino especialmente en el sentido ignaciano del término. Para Ignacio de Loyola, el término que nos ocupa puede quizás entenderse como «una acción del entendimiento entre contemplativa y meditativa no exenta tampoco de cierto componente afectivo... En cuanto manera cuidada de proceder y de pensar las cosas y las situaciones... es una actividad relacionada con la prudencia y ponderación de los elementos y circunstancias... Es igualmente la gran operación intelectual de los Ejercicios Espirituales..., que concede operatividad y “eficacia” a los ejercicios de contemplación y meditación... el lugar en donde se realiza lo nuclear del ejercicio de la oración y donde se espera que acontezcan las mociones»10.
Así pues, el sujeto agitado, nervioso e intranquilo puede ir encontrando poco a poco, despacio, paso a paso, paz, sosiego y tranquilidad, en la medida en que contemple, medite y se incline («afectivo» y «afecto» proceden del latín affectus = inclinado) hacia ese Dios pastor y anfitrión del que se encuentra ahora un poco más cerca, hacia ese Dios que le acompaña, que está en todo momento con y junto al orante (ni posee ni guarda para sí su tiempo), que padece junto con él sus cansancios, fatigas, fracasos y frustraciones, y que le ofrece seguridad y salvación cuando se encuentra agotado, agobiado y angustiado por los peligros, reveses y amenazas diarias, de mayor o menor calado, que recibe y percibe a diario en su vida.
Esta operación, que casi con toda seguridad mantiene al orante activo durante un buen periodo de tiempo, puede tener su continuación y expresión definitiva en la afirmación «el Señor es mi pastor, Tú eres mi anfitrión». El sujeto que pronuncia estas palabras se dirige a Dios en tercera y segunda persona, respectivamente. Se trata ciertamente de una confesión que es, sin duda, un modo privilegiado y profundo de manifestar la relación con Dios.
La consideración y confesión de Dios como pastor y anfitrión puede generar en el orante gran confianza y máxima tranquilidad. Sí, precisamente en ese sujeto a quien la intranquilidad y la agitación de la vida que vive pueden producirle, entre otras cosas, desconfianza; sujeto que, sin embargo, tiene también la posibilidad de manifestar en ese recorrido iniciado en dirección a Dios: «nada me falta, en verdes praderas me hace reposar, me conduce a fuentes tranquilas» (Sal 23,1-2).
El último libro del Pentateuco, el Deuteronomio, posee un particular valor en esta parte tan importante del Antiguo Testamento, pues recoge, relee y reformula algunas de las afirmaciones teológicas principales de Génesis, Éxodo, Levítico y Números. Dos referencias del citado libro, Dt 2,7 y Dt 8,9, indican que cuando Dios guía, bien sea a través del desierto o de la misma tierra, nada falta, pues todo lo que se necesita le es dado. Se trata de una idea muy similar a la de Sal 23,1: «el Señor es mi pastor, nada me falta». De manera que el que esto manifiesta expresa la seguridad que le produce el que Dios le conceda lo que más necesita.
Una seguridad y una confianza que adquieren una dimensión complementaria cuando el sujeto pronuncia que el Señor le conduce a lugares tranquilos, de reposo. Tanto las verdes praderas como las fuentes tranquilas hablan e invitan al descanso: «la mera presencia del color verde aplaca los ojos; en el verde de la hierba se revela la tierra materna, que ofrece su regazo acogedor... El agua no sólo quita la sed tras la caminata, sino que devuelve el respiro y las fuerzas»11. Además, el verbo hebreo que traducimos por «hacer reposar» es el que normalmente se emplea en referencia a la postura que adoptan los animales cuando repliegan sus patas, se ponen cómodos, se relajan y se sienten seguros.
En definitiva, la confesión del orante y el reposo en el que afirma encontrarse revelan probablemente una situación especial de bienestar: en la Biblia, el término «reposo» evoca salvación, seguridad, gratuidad, ya que es un don divino, sinónimo de paz, signo de la bendición de Dios12; en la Biblia también, el verbo «conducir» puede entenderse en muchas ocasiones como guiar y llevar a un lugar tranquilo, pacífico.
«Porque tú estás conmigo,
tu vara y tu cayado me tranquilizan»
La consideración y manifestación del orante, con el momento culminante de la confesión, pueden permitir que éste pase en su encuentro con el Señor a un tercer y último momento: el del amoroso reconocimiento de la cercana presencia de Dios.
Uno de los elementos que poseen una relevancia especial en Sal 23 es el paso de lo enunciativo (referencias del orante a Dios en tercera persona) a lo personal, cercano y gozoso («tú, Señor, estás conmigo»). Es un paso que sucede de repente y que manifiesta una operación del sujeto un tanto diferente de las anteriormente realizadas.
En el proceso presentado en el apartado anterior, centrado en torno al binomio consideración – manifestación (expresión), el sujeto, inquieto y agobiado por las prisas, los problemas y las preocupaciones de la vida, ha confesado a Dios como su salvador, como el fiel, como el que le proporciona el descanso y el reposo, la paz y la serenidad. El paso siguiente que puede dar es el del reconocimiento de su Señor, no tanto como el pastor con las características anteriormente descritas, sino sobre todo como un tú con el que puede entrar en estrecha y cercana relación personal. Se trata más bien de ir dejando atrás, poco a poco y de manera progresiva, la meditación, la contemplación, la consideración, la confesión..., para facilitar que el corazón, es decir, la sede de todas las operaciones del ser humano, su centro neurálgico, pueda abrirse a un encuentro personal en toda su dimensión con el Dios pastor, que ahora es única y esencialmente un tú.
Para llegar a ello no hay que hacer grandes y excesivos esfuerzos personales; tampoco hay que intentar cambiar bruscamente de recorrido, pensando que va a ser muy útil vaciarse de todo lo andado hasta ahora y olvidarse del peso y valor que ha tenido en el camino andado el segundo momento emprendido. No; más que querer marcar con demasiada claridad los tiempos distintos o desear alejarse totalmente de las imágenes conocidas (pastor, anfitrión), los colores percibidos (verde) o los lugares visitados (aguas apacibles, praderas vivificantes), es quizá recomendable dejar que el corazón, la persona entera con toda su corporalidad, busque el lugar en el que llegue a estar a solas con Dios, en el que se dirija al encuentro del tú, del Otro, sin que nadie les estorbe, y que en el silencio y la soledad que allí rebosan pueda escucharlo, quererlo, abrazarlo, es decir, encontrarse con él en una intimidad plena y sentida que ya no echa de menos nada ni necesita a nadie distinto de ese buen pastor, que ahora ya no es sólo un guía y acompañante fiel y misericordioso, sino un pastor bueno a quien el orante puede encontrar en soledad.
Es un tú, es el otro, de quien el Salmo 23 destaca también alguna característica más. Es el que prepara una mesa que acoge y sale al encuentro del que a él acude. Y sale de una manera nada rácana, nada reservada; al contrario, en un movimiento generoso y sobreabundante (Sal 23,5: «mi copa rebosa»), sorprendente e inesperado (en el desierto, lugar al que parece referirse el Sal 23, no se necesita ni se desea el vino, sino el agua), sanador y reconfortante, como el óleo que unge sobre la cabeza del orante, imagen presente en Sal 23,5, que recuerda a la de «un cosmético que protege la piel del sol ardiente... esas pomadas y linimentos actuales que defienden la piel de una intemperie agresiva»13.
Esa estrecha vinculación no aleja automática ni milagrosamente de los peligros. Pero sí hace que el temor desparezca: «aunque camine por valle tenebroso, ningún mal temeré» (Sal 23,4). La intimidad en la soledad que puede darse entre el pastor y anfitrión y el orante inquieto, ansioso y angustiado, puede hacer que este último no viva únicamente pendiente o centrado en todo lo que le sucede por dentro; más bien, descentrado de ello y, consciente de que ocupa un lugar en su vida, especialmente atento y abierto a acoger la fuerza de la presencia de Dios, que le orienta, le empuja y le hace avanzar en el oscuro camino por el que anda, y le ayuda a vivir el temor y la ansiedad como si no existiesen en su vida.
«Volveré a la casa del Señor por días sin término»
Partíamos en un apartado anterior («el Señor es mi pastor; tú, Señor, eres mi anfitrión») de la situación del orante del Sal 23: en camino, en movimiento, en peligro, atravesando situaciones cuando menos complicadas. Y señalábamos a lo largo de nuestras páginas el valor y la importancia del citado movimiento. Pues bien, también el último verso del poema que nos ocupa rezuma dicha referencia, pues todo el Sal 23 está en movimiento. El texto hebreo de Sal 23,6 permite traducir «habitaré en la casa de Yahveh por días sin término», o bien, como preferimos, «volveré a la casa de Yahveh por días sin término». Es éste quizás un indicio de que el Sal 23 era leído y utilizado en las liturgias de peregrinación al templo, donde se podía experimentar la compañía del Dios pastor, su fidelidad, la salvación, la paz y el reposo que de él proceden, y donde se podía entrar en relación íntima con Dios y estar a solas con él. Todo ello explicaría el deseo, la nostalgia de ir en dirección a la casa de Yahveh, de volver a ella siempre y en cualquier circunstancia.
Dejando de lado en estos momentos el último aspecto señalado, y recogiendo muchos de los indicados en estas páginas, podemos afirmar que también el que ora con el Sal 23 puede manifestar su deseo de volver al templo por días sin término. Su vida, llena de avatares y situaciones variadas y de todo tipo, que le inquietan, preocupan y angustian, es una vida vivida en movimiento, en camino, en marcha. En ella puede encontrar un tiempo de reposo, un tiempo de pausa, para poder relacionarse con Dios considerando, manifestando y confesando las afirmaciones sobre Dios del Sal 23. Un alto en el camino nada desgajado de los citados avatares, ni en absoluto separado de la marcha emprendida.
Igualmente, este sujeto orante, que tanto anhela estar a solas con Dios, puede proseguir su marcha y rezar en un último momento –el cuarto de nuestro recorrido– manifestando el deseo de volver a encontrarse en la intimidad con Dios, de volver a su casa por días sin término. Un deseo que puede acompañarle durante su vida activa y cotidiana, y que puede formular a Dios de modos y maneras distintas y diversas, muy válidas todas ellas, en algunos momentos de la misma (al acabar la propia actividad, al volver del trabajo a casa, al cerrar los ojos al final del día...). Es probable que ello contribuya también a que sus angustias y temores diarios no invadan ni secuestren ni aprisionen su vida y su corazón.
Es probable, igualmente, que ello le ayude a recordar a diario un elemento nuclear de su existencia: el seguimiento de Jesús, muerto y resucitado. No tanto como un añadido al recorrido efectuado bajo la guía del Sal 23, sino más bien en cuanto recuerdo, memoria y actualización de la vida de Jesús de Nazaret, quien, aunque no sabemos con certeza si rezó en muchas ocasiones «el Señor es mi pastor, nada me falta», sí parece que recitó en alguna ocasión el Sal 22 («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), que tan estrechos vínculos posee con el que a nosotros nos ocupa. Un Jesús cuya vida fue muy parecida a la del orante del Sal 23: siempre en camino por valles tenebrosos, acompañado de la protección y la presencia de Dios, en íntima relación con él, en dirección a Jerusalén, en dirección a la muerte. Un camino a Jerusalén y una muerte que son ciertamente momento privilegiado de su encuentro con Dios, mayor y máxima expresión para Jesús del «tú estás conmigo». Una muerte y una resurrección que fundan la nueva casa o el nuevo templo para siempre, para todos los días (en Jesús muerto y resucitado se verifica el encuentro con Dios), adonde los cristianos podemos desear «volver por días sin término».
* Director de Sal Terrae. Profesor de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
1.www.chiesadimilano.it/giovani/Servizio_Giovani/menu4sx/Gruppo_Samuele/ 155849.html
2. N. Lohfink, A la sombra de tus alas. Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, Bilbao 2002, 161-163.
3. L. Alonso Schökel – C. Carniti, Salmos I. Traducción, introducciones y comentario (Nueva Biblia Española), Estella 1994, 102. Puede verse también G. Ravasi, Il libro dei Salmi I. Commento e attualizzazione, Bologna 19915, 430-431.
4. E. Zenger, Die Nacht wird leuchten wie der Tag. Psalmenauslegungen, Freiburg im Breisgau 1997, 225-226.
5. L. Alonso Schökel - C. Carniti, op. cit., p. 400; A. Aparicio, Salmos 1-41 (Comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén), Bilbao 2005, 226; G. Ravasi, op. cit., p. 434.
6. G. Ravasi, op. cit., p. 441.
7. G. Ravasi, I Salmi, Milano 1997, 117-118.
8. Sobre el texto aquí brevemente mencionado, véase P. Jaramillo Rivas, La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas (Institución San Jerónimo, 26), Estella 1992, 147-179; J.L. Sicre Díaz, «Con los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1984, 395-401.
9. G. Ravasi, op. cit. (1991), p. 437.
10. J. García de Castro, «Consideración», en (Grupo de Espiritualidad Ignaciana –Gei– [ed.]) Diccionario de Espiritualidad Ignaciana (A-F) (Col. Manresa, 37), Mensajero / Sal Terrae, Bilbao/Santander 2007, 410-413.
11. L. Alonso Schökel - C. Carniti, op. cit., p. 402.
12. G. Ravasi, op. cit. (1991), pp. 439-440; Id., op.cit. (1997), p. 120.
13. L. Alonso Schökel - C. Carniti, op. cit., p. 403; G. Ravasi, op. cit. (1991), p. 443.
FUENTE : www.pastoralsj.org/secciones/
Dicen que Martini señalaba que un buen remedio para acometerlas era el rezo del conocido Salmo 23 («el Señor es mi pastor, nada me falta...»), pues es, sin lugar a dudas, una medicina espléndida para la ansiedad y angustia del corazón. Es una preciosa oración que cura, sana y alienta a todo aquel que, en la marcha o camino que emprende, se encuentra con obstáculos que asustan y entorpecen el discurrir del mismo.
Acercarnos a su contenido y, sobre todo, a aprender a orar con el Salmo 23 es el objetivo principal de esta colaboración de la serie dedicada por Sal Terrae en este año 2007.
El Salterio, un libro de meditación
Hasta hace no muchas décadas, los estudios bíblicos sobre el Libro de los Salmos, o Salterio, tanto eruditos como divulgativos, centraban más su interés en el estudio e interpretación particular de los distintos Salmos, considerados éstos de manera individual. En la actualidad, son muchos los autores que se acercan al Salterio como tal, como un libro unitario formado por 150 Salmos y que en el momento en que fue canonizado, es decir, reconocido como oficial o normativo, «era el texto básico de la piedad personal e individual... Era el texto por antonomasia de la meditación, el texto de meditación unitario»2. Era el formulario de oración del pueblo de Dios, la escuela de oración del creyente, en la que éste aprendía el lenguaje con que podía dirigirse a Dios en las distintas situaciones en que se encontraba. Se trata, por tanto, de un libro que contiene las palabras, las fórmulas, las expresiones que utilizaba y utiliza el ser humano que vive, siente, padece..., en el que pueden coexistir contemporáneamente el dolor, la alegría, la pena, la esperanza, la alabanza, el reconocimiento...
En cuanto tal, consta de diversos tipos o géneros literarios, diversas connotaciones: la alabanza a Dios, la confianza, la súplica divina, la reflexión sobre la vida o sobre el ser humano (ámbito sapiencial), la confesión del pecado, la lamentación por la situación que se vive, el agradecimiento a Dios...
El siempre recordado L. Alonso Schökel, gran impulsor del estudio del Salterio en el ámbito hispano, indica que los Salmos de confianza son aquellos en los que «el orante expresa un estado de ánimo reposado o dramático, gozoso o tembloroso, sin enunciar peticiones específicas»3. En ellos, el que se dirige a Dios se entrega y abandona enteramente a éste, su salvador, en cuyas manos pone toda su existencia. A dicho grupo pertenece también el Salmo 23, uno de los favoritos del Salterio, tan lleno de consuelo4, tal como indica uno de sus versículos (tú estás conmigo), que titula precisamente nuestras páginas.
Antes de desarrollar su contenido en el marco último de referencia de nuestra contribución, ofrecemos unas breves e introductorias pinceladas sobre la estructura y composición del Salmo 23 que pueden ayudar a lograr una mejor comprensión del mismo.
Dos son las partes en que se puede dividir este Salmo: Sal 23,1b-4a / Sal 23,5-6. La primera de ellas tiene su soporte en la imagen del pastor (Yahveh es mi pastor); la segunda, en la del anfitrión que ofrece hospitalidad (me preparas la mesa ante mis enemigos). Ambas están vinculadas por Sal 23,4b, de una especial importancia en el Salmo: porque tú estás conmigo, tu vara y tu cayado me tranquilizan.
Ahora bien, quizá más que hablar de dos imágenes distintas en Sal 23, parece que hay que mencionar una doble: Dios, pastor y anfitrión. El pastor parece referirse al que conforta físicamente, acompaña, cuida; el anfitrión, al que protege de los enemigos. El pastor-anfitrión, al que se muestra lleno de interés por su rebaño y lleno de solicitud por su huésped o invitado5.
«El Señor es mi pastor; tú, Señor, eres mi anfitrión»
Aunque los Salmos de confianza pueden ser oraciones dirigidas a Dios por un sujeto que se encuentre animado o desanimado, tranquilo o en extrema tensión, tembloroso y cabizbajo o lleno de gozo y feliz, el conjunto de Sal 23 apunta en la dirección de un individuo que se encuentra en marcha, en camino, y que recorre una travesía nada fácil de andar, plagada de dificultades y peligros. Un individuo que afirma ser conducido por Dios (Sal 23,2), guiado por él (Sal 23,3), con deseos de dirigirse a su encuentro (volveré a la casa de Yahveh por días sin término: Sal 23,6), y que atraviesa un valle tenebroso (Sal 23,4). Es sobre todo esta última referencia la que subraya el elemento de tinieblas, de oscuridad, de muerte: en el texto hebreo, la palabra que acompaña a valle, que traducimos por tenebroso (adjetivo), es un sustantivo compuesto, entre otros, por el término muerte, y es sinónimo de infierno. De ahí que la citada referencia «posea una dimensión grandiosa... Se trata de la travesía de un peligro extremo, que engloba en sí todas las angustias, los terrores, las persecuciones, las enfermedades y la superación de los peligros mortales»6.
Nos encontramos ante un sujeto con el que quizá podemos identificarnos muchos de los lectores de estas páginas, para quienes el recorrido que sigue a continuación (rezar con el Salmo 23) puede resultar, en mayor o menor medida, de utilidad. Al fin y al cabo, muchos de nosotros, al igual que numerosos contemporáneos nuestros, vivimos en movimiento, en camino, atravesando diariamente numerosas situaciones, cuando menos complicadas y llenas de obstáculos y problemas.
El primer momento de dicho recorrido, realizado siempre en un lugar y en un tiempo en el que el orante pueda estar a solas con Dios, con paz y tranquilidad, sin excesivas prisas, puede ser la repetición del elemento central del Salmo: porque tú estás conmigo. Es cierto que esta referencia del Sal 23 es, en alguna medida, el punto de llegada que el orante quiere alcanzar. No deja de ser verdad, sin embargo, que también es su punto de partida y el eje que vertebra todo el proceso de apertura y relación con Dios. De ahí que no haya que descartar la conveniencia de iniciar el rezo del Sal 23 con una repetición, a modo de mantra, de la citada frase (Sal 23,4b), que puede ayudar a acercar al que va a dirigirse a Dios a la paz que está siempre junto a él.
A continuación, en un segundo momento, mucho más largo y duradero que el anterior, el sujeto que vive una vida agitada y que quiere hacer suyo el lenguaje del Sal 23 para acercarse a Dios puede centrar su actividad en dos imágenes (el pastor / el anfitrión) y en dos operaciones complementarias (la consideración / la expresión).
Puede sucederle al orante de nuestros días, al menos al que vive en las latitudes más conocidas por el que estas líneas escribe, que le sorprenda sobremanera el hecho de que la Biblia mencione a Dios como pastor y como anfitrión, y que ambas imágenes le resulten difícilmente comprensibles.
Sin embargo, si se tiene en cuenta la cultura y el imaginario semita, se puede recordar que en dicho mundo de referencia «el pastor es algo más que el simple guía que lleva de un lugar a otro... Es, sobre todo, el compañero permanente de viaje, sin tiempo para sí y con todo el tiempo para su rebaño, que comparte con él sus riesgos, su sed y su hambre, y que le ofrece seguridad y salvación»7. Así pues, él es, por encima de todo, fiel; cuida de su rebaño con la máxima atención; no es violento ni impone cargas pesadas a sus ovejas. En definitiva, es muy distinto de esos pastores a los que denuncia el profeta Jeremías: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos, se toman la leche de las ovejas, se visten de su lana, no apacientan el rebaño, ni robustecen a la res flaca, ni curan a la enferma, ni vendan a la que padecía fractura, ni devuelven a la descarriada, ni buscan a la perdida, pues avasallan a su rebaño con violencia y crueldad» (Ez 34,2-4). Son éstos últimos unos pastores que, como recuerdan de manera particular los dos términos finales de la cita bíblica anterior, presentes también en el comienzo del relato del Éxodo (Ex 1,13-14), tratan a sus ovejas como trató el Faraón al pueblo de Israel cuando éste se instaló en Egipto: con un maltrato tal y tan falto de compasión y humanidad como el que confiere un señor poderoso inhumano a un súbdito o siervo que le sirve. Dios, al contrario –así se puede leer también en Ez 34,10-15– es el pastor interesado por su rebaño, que lo salva de las situaciones inhumanas de servidumbre esclavizante, que le ayuda a vivir en paz y bienestar y que crea unión entre todas las ovejas de su plural rebaño8.
Por lo que respecta a la imagen del anfitrión, Sal 23,5 recoge y refiere a Dios las numerosas características que configuran al que acoge y atiende al huésped que se encuentra en peligro en el Oriente Antiguo, en el mundo en el que nace y se gesta el Antiguo Testamento: ofrece amistad mediante una copa, protege y asiste generosamente preparando una mesa en la que encuentra refugio el que está en peligro. Un aspecto, este último, resaltado por el término «mesa», cuyo significado primitivo es el de piel de camello u otro animal que extienden los beduinos bajo su tienda para poner encima el alimento y la bebida. Poner la mesa o extender la citada piel es, en el contexto del desierto, ofrecer de comer al que está asediado por los enemigos, ofrecerle salvación9.
En este segundo momento en que se encuentra, conviene quizá que el orante de hoy, que vive la vida con el ritmo anteriormente señalado, realice dos operaciones complementarias: considerar / expresar (manifestar). La primera de ellas, entendida no sólo en su sentido más etimológico (examinar las estrellas o el mundo sideral: en latín, sidus-sideris significa «estrella»), sino especialmente en el sentido ignaciano del término. Para Ignacio de Loyola, el término que nos ocupa puede quizás entenderse como «una acción del entendimiento entre contemplativa y meditativa no exenta tampoco de cierto componente afectivo... En cuanto manera cuidada de proceder y de pensar las cosas y las situaciones... es una actividad relacionada con la prudencia y ponderación de los elementos y circunstancias... Es igualmente la gran operación intelectual de los Ejercicios Espirituales..., que concede operatividad y “eficacia” a los ejercicios de contemplación y meditación... el lugar en donde se realiza lo nuclear del ejercicio de la oración y donde se espera que acontezcan las mociones»10.
Así pues, el sujeto agitado, nervioso e intranquilo puede ir encontrando poco a poco, despacio, paso a paso, paz, sosiego y tranquilidad, en la medida en que contemple, medite y se incline («afectivo» y «afecto» proceden del latín affectus = inclinado) hacia ese Dios pastor y anfitrión del que se encuentra ahora un poco más cerca, hacia ese Dios que le acompaña, que está en todo momento con y junto al orante (ni posee ni guarda para sí su tiempo), que padece junto con él sus cansancios, fatigas, fracasos y frustraciones, y que le ofrece seguridad y salvación cuando se encuentra agotado, agobiado y angustiado por los peligros, reveses y amenazas diarias, de mayor o menor calado, que recibe y percibe a diario en su vida.
Esta operación, que casi con toda seguridad mantiene al orante activo durante un buen periodo de tiempo, puede tener su continuación y expresión definitiva en la afirmación «el Señor es mi pastor, Tú eres mi anfitrión». El sujeto que pronuncia estas palabras se dirige a Dios en tercera y segunda persona, respectivamente. Se trata ciertamente de una confesión que es, sin duda, un modo privilegiado y profundo de manifestar la relación con Dios.
La consideración y confesión de Dios como pastor y anfitrión puede generar en el orante gran confianza y máxima tranquilidad. Sí, precisamente en ese sujeto a quien la intranquilidad y la agitación de la vida que vive pueden producirle, entre otras cosas, desconfianza; sujeto que, sin embargo, tiene también la posibilidad de manifestar en ese recorrido iniciado en dirección a Dios: «nada me falta, en verdes praderas me hace reposar, me conduce a fuentes tranquilas» (Sal 23,1-2).
El último libro del Pentateuco, el Deuteronomio, posee un particular valor en esta parte tan importante del Antiguo Testamento, pues recoge, relee y reformula algunas de las afirmaciones teológicas principales de Génesis, Éxodo, Levítico y Números. Dos referencias del citado libro, Dt 2,7 y Dt 8,9, indican que cuando Dios guía, bien sea a través del desierto o de la misma tierra, nada falta, pues todo lo que se necesita le es dado. Se trata de una idea muy similar a la de Sal 23,1: «el Señor es mi pastor, nada me falta». De manera que el que esto manifiesta expresa la seguridad que le produce el que Dios le conceda lo que más necesita.
Una seguridad y una confianza que adquieren una dimensión complementaria cuando el sujeto pronuncia que el Señor le conduce a lugares tranquilos, de reposo. Tanto las verdes praderas como las fuentes tranquilas hablan e invitan al descanso: «la mera presencia del color verde aplaca los ojos; en el verde de la hierba se revela la tierra materna, que ofrece su regazo acogedor... El agua no sólo quita la sed tras la caminata, sino que devuelve el respiro y las fuerzas»11. Además, el verbo hebreo que traducimos por «hacer reposar» es el que normalmente se emplea en referencia a la postura que adoptan los animales cuando repliegan sus patas, se ponen cómodos, se relajan y se sienten seguros.
En definitiva, la confesión del orante y el reposo en el que afirma encontrarse revelan probablemente una situación especial de bienestar: en la Biblia, el término «reposo» evoca salvación, seguridad, gratuidad, ya que es un don divino, sinónimo de paz, signo de la bendición de Dios12; en la Biblia también, el verbo «conducir» puede entenderse en muchas ocasiones como guiar y llevar a un lugar tranquilo, pacífico.
«Porque tú estás conmigo,
tu vara y tu cayado me tranquilizan»
La consideración y manifestación del orante, con el momento culminante de la confesión, pueden permitir que éste pase en su encuentro con el Señor a un tercer y último momento: el del amoroso reconocimiento de la cercana presencia de Dios.
Uno de los elementos que poseen una relevancia especial en Sal 23 es el paso de lo enunciativo (referencias del orante a Dios en tercera persona) a lo personal, cercano y gozoso («tú, Señor, estás conmigo»). Es un paso que sucede de repente y que manifiesta una operación del sujeto un tanto diferente de las anteriormente realizadas.
En el proceso presentado en el apartado anterior, centrado en torno al binomio consideración – manifestación (expresión), el sujeto, inquieto y agobiado por las prisas, los problemas y las preocupaciones de la vida, ha confesado a Dios como su salvador, como el fiel, como el que le proporciona el descanso y el reposo, la paz y la serenidad. El paso siguiente que puede dar es el del reconocimiento de su Señor, no tanto como el pastor con las características anteriormente descritas, sino sobre todo como un tú con el que puede entrar en estrecha y cercana relación personal. Se trata más bien de ir dejando atrás, poco a poco y de manera progresiva, la meditación, la contemplación, la consideración, la confesión..., para facilitar que el corazón, es decir, la sede de todas las operaciones del ser humano, su centro neurálgico, pueda abrirse a un encuentro personal en toda su dimensión con el Dios pastor, que ahora es única y esencialmente un tú.
Para llegar a ello no hay que hacer grandes y excesivos esfuerzos personales; tampoco hay que intentar cambiar bruscamente de recorrido, pensando que va a ser muy útil vaciarse de todo lo andado hasta ahora y olvidarse del peso y valor que ha tenido en el camino andado el segundo momento emprendido. No; más que querer marcar con demasiada claridad los tiempos distintos o desear alejarse totalmente de las imágenes conocidas (pastor, anfitrión), los colores percibidos (verde) o los lugares visitados (aguas apacibles, praderas vivificantes), es quizá recomendable dejar que el corazón, la persona entera con toda su corporalidad, busque el lugar en el que llegue a estar a solas con Dios, en el que se dirija al encuentro del tú, del Otro, sin que nadie les estorbe, y que en el silencio y la soledad que allí rebosan pueda escucharlo, quererlo, abrazarlo, es decir, encontrarse con él en una intimidad plena y sentida que ya no echa de menos nada ni necesita a nadie distinto de ese buen pastor, que ahora ya no es sólo un guía y acompañante fiel y misericordioso, sino un pastor bueno a quien el orante puede encontrar en soledad.
Es un tú, es el otro, de quien el Salmo 23 destaca también alguna característica más. Es el que prepara una mesa que acoge y sale al encuentro del que a él acude. Y sale de una manera nada rácana, nada reservada; al contrario, en un movimiento generoso y sobreabundante (Sal 23,5: «mi copa rebosa»), sorprendente e inesperado (en el desierto, lugar al que parece referirse el Sal 23, no se necesita ni se desea el vino, sino el agua), sanador y reconfortante, como el óleo que unge sobre la cabeza del orante, imagen presente en Sal 23,5, que recuerda a la de «un cosmético que protege la piel del sol ardiente... esas pomadas y linimentos actuales que defienden la piel de una intemperie agresiva»13.
Esa estrecha vinculación no aleja automática ni milagrosamente de los peligros. Pero sí hace que el temor desparezca: «aunque camine por valle tenebroso, ningún mal temeré» (Sal 23,4). La intimidad en la soledad que puede darse entre el pastor y anfitrión y el orante inquieto, ansioso y angustiado, puede hacer que este último no viva únicamente pendiente o centrado en todo lo que le sucede por dentro; más bien, descentrado de ello y, consciente de que ocupa un lugar en su vida, especialmente atento y abierto a acoger la fuerza de la presencia de Dios, que le orienta, le empuja y le hace avanzar en el oscuro camino por el que anda, y le ayuda a vivir el temor y la ansiedad como si no existiesen en su vida.
«Volveré a la casa del Señor por días sin término»
Partíamos en un apartado anterior («el Señor es mi pastor; tú, Señor, eres mi anfitrión») de la situación del orante del Sal 23: en camino, en movimiento, en peligro, atravesando situaciones cuando menos complicadas. Y señalábamos a lo largo de nuestras páginas el valor y la importancia del citado movimiento. Pues bien, también el último verso del poema que nos ocupa rezuma dicha referencia, pues todo el Sal 23 está en movimiento. El texto hebreo de Sal 23,6 permite traducir «habitaré en la casa de Yahveh por días sin término», o bien, como preferimos, «volveré a la casa de Yahveh por días sin término». Es éste quizás un indicio de que el Sal 23 era leído y utilizado en las liturgias de peregrinación al templo, donde se podía experimentar la compañía del Dios pastor, su fidelidad, la salvación, la paz y el reposo que de él proceden, y donde se podía entrar en relación íntima con Dios y estar a solas con él. Todo ello explicaría el deseo, la nostalgia de ir en dirección a la casa de Yahveh, de volver a ella siempre y en cualquier circunstancia.
Dejando de lado en estos momentos el último aspecto señalado, y recogiendo muchos de los indicados en estas páginas, podemos afirmar que también el que ora con el Sal 23 puede manifestar su deseo de volver al templo por días sin término. Su vida, llena de avatares y situaciones variadas y de todo tipo, que le inquietan, preocupan y angustian, es una vida vivida en movimiento, en camino, en marcha. En ella puede encontrar un tiempo de reposo, un tiempo de pausa, para poder relacionarse con Dios considerando, manifestando y confesando las afirmaciones sobre Dios del Sal 23. Un alto en el camino nada desgajado de los citados avatares, ni en absoluto separado de la marcha emprendida.
Igualmente, este sujeto orante, que tanto anhela estar a solas con Dios, puede proseguir su marcha y rezar en un último momento –el cuarto de nuestro recorrido– manifestando el deseo de volver a encontrarse en la intimidad con Dios, de volver a su casa por días sin término. Un deseo que puede acompañarle durante su vida activa y cotidiana, y que puede formular a Dios de modos y maneras distintas y diversas, muy válidas todas ellas, en algunos momentos de la misma (al acabar la propia actividad, al volver del trabajo a casa, al cerrar los ojos al final del día...). Es probable que ello contribuya también a que sus angustias y temores diarios no invadan ni secuestren ni aprisionen su vida y su corazón.
Es probable, igualmente, que ello le ayude a recordar a diario un elemento nuclear de su existencia: el seguimiento de Jesús, muerto y resucitado. No tanto como un añadido al recorrido efectuado bajo la guía del Sal 23, sino más bien en cuanto recuerdo, memoria y actualización de la vida de Jesús de Nazaret, quien, aunque no sabemos con certeza si rezó en muchas ocasiones «el Señor es mi pastor, nada me falta», sí parece que recitó en alguna ocasión el Sal 22 («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), que tan estrechos vínculos posee con el que a nosotros nos ocupa. Un Jesús cuya vida fue muy parecida a la del orante del Sal 23: siempre en camino por valles tenebrosos, acompañado de la protección y la presencia de Dios, en íntima relación con él, en dirección a Jerusalén, en dirección a la muerte. Un camino a Jerusalén y una muerte que son ciertamente momento privilegiado de su encuentro con Dios, mayor y máxima expresión para Jesús del «tú estás conmigo». Una muerte y una resurrección que fundan la nueva casa o el nuevo templo para siempre, para todos los días (en Jesús muerto y resucitado se verifica el encuentro con Dios), adonde los cristianos podemos desear «volver por días sin término».
* Director de Sal Terrae. Profesor de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
1.www.chiesadimilano.it/giovani/Servizio_Giovani/menu4sx/Gruppo_Samuele/ 155849.html
2. N. Lohfink, A la sombra de tus alas. Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, Bilbao 2002, 161-163.
3. L. Alonso Schökel – C. Carniti, Salmos I. Traducción, introducciones y comentario (Nueva Biblia Española), Estella 1994, 102. Puede verse también G. Ravasi, Il libro dei Salmi I. Commento e attualizzazione, Bologna 19915, 430-431.
4. E. Zenger, Die Nacht wird leuchten wie der Tag. Psalmenauslegungen, Freiburg im Breisgau 1997, 225-226.
5. L. Alonso Schökel - C. Carniti, op. cit., p. 400; A. Aparicio, Salmos 1-41 (Comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén), Bilbao 2005, 226; G. Ravasi, op. cit., p. 434.
6. G. Ravasi, op. cit., p. 441.
7. G. Ravasi, I Salmi, Milano 1997, 117-118.
8. Sobre el texto aquí brevemente mencionado, véase P. Jaramillo Rivas, La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas (Institución San Jerónimo, 26), Estella 1992, 147-179; J.L. Sicre Díaz, «Con los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1984, 395-401.
9. G. Ravasi, op. cit. (1991), p. 437.
10. J. García de Castro, «Consideración», en (Grupo de Espiritualidad Ignaciana –Gei– [ed.]) Diccionario de Espiritualidad Ignaciana (A-F) (Col. Manresa, 37), Mensajero / Sal Terrae, Bilbao/Santander 2007, 410-413.
11. L. Alonso Schökel - C. Carniti, op. cit., p. 402.
12. G. Ravasi, op. cit. (1991), pp. 439-440; Id., op.cit. (1997), p. 120.
13. L. Alonso Schökel - C. Carniti, op. cit., p. 403; G. Ravasi, op. cit. (1991), p. 443.
FUENTE : www.pastoralsj.org/secciones/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
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