viernes, 12 de diciembre de 2008

CREER Y RECORDAR. DIOS E ISRAEL EN EL DESIERTO.

"Creer y recordar. Dios e Israel en el desierto "
Enrique SANZ GIMÉNEZ-RICO, SJ*
Sal Terrae 96 (2008) 813-823

«La mujer huyó al desierto,
donde tiene un lugar preparado por Dios
para ser allí alimentada
durante mil doscientos sesenta días»
(Apocalipsis 12,6)

" Hace poco tiempo, volví a reencontrarme en Madrid con unos buenos amigos tailandeses con los que trabajé a comienzos de los años 90 en la frontera camboyano-tailandesa. Exactamente, entre 1990 y 1992, cuando formábamos parte de un equipo internacional del SJR (Servicio Jesuita a Refugiados) que se ocupaba de atender y ayudar a refugiados camboyanos que vivían en durísimas condiciones de vida en un conocido campo de refugiados llamado «Site 2»1. Juntos recordamos multitud de curiosas anécdotas y divertidos momentos vividos en esos años. A ellos les expresé, una vez más, que mi estancia en un lugar tan infernal para cientos de miles de seres humanos ocupa un imborrable lugar en mi memoria, y que ello se puede entender mejor si se leen algunos pasajes bíblicos en los que se cuenta la estancia de Israel en el desierto.
En concreto, Dt 8, Jr 2,1-19 y Os 2,4-25, donde se evocan los cuarenta años del desierto como un tiempo de vida plena para Israel, como un tiempo memorable que marcó de manera definitiva la existencia del pueblo que acababa de dejar atrás la dura y servil existencia en Egipto: «el tiempo de aprender que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8,3).


1. «Recuerda, no olvides el desierto»

Es probable que muchas y muchos lectores de Sal Terrae estén ya familiarizados con las palabras que titulan este apartado, tomadas del libro del Deuteronomio, que es quizás –así lo afirma un destacado investigador bíblico– uno de los más importantes del Antiguo Testamento: «el Deuteronomio es el centro del Antiguo Testamento, una síntesis de las tradiciones de fe contenidas en la Torá»2.
Son muchos los pasajes del quinto libro del Pentateuco que utilizan los verbos «recordar» y «no olvidar». Uno de ellos es Dt 8,1-6:
«Poned en práctica todos los mandamientos, que yo os prescribo hoy. De esta manera viviréis, os multiplicaréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor prometió con juramento a vuestros antepasados.
Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años a través del desierto, con el fin de humillarte y probarte, para ver si observas de corazón sus mandatos o no. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre; te ha alimentado con el maná, un alimento que no conocías, ni habían conocido tus antepasados, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. No se gastaron tus vestidos ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que el Señor tu Dios te corrige como un padre corrige a su hijo. Guarda los mandamientos del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y respetándole».
Es éste, sin duda, un texto decisivo para comprender el sentido del término «desierto» que en esta colaboración queremos presentar y los aspectos teológicos en él englobados, a los que nos vamos a acercar detenida y atentamente.
Señalaba al comienzo de este artículo que en muchas ocasiones la lectura de Dt 8,1-6 me ayuda a recordar no sólo el desierto que muchas y muchos camboyanos vivieron en «Site 2» y otros «campos de la muerte», sino también a valorar la importancia que posee el recuerdo para los seres humanos.
Somos seres del tiempo, y nuestra vida forma una unidad temporal. Nuestro pasado, presente y futuro, siendo distintos, guardan una muy estrecha relación. Una relación quizás atravesada y conducida por un motor especialmente activo: cuanto más nos volvamos hacia nuestro pasado y tratemos de comprenderlo, tanto más capacitados estaremos para vivir las inmensas posibilidades que nos ofrecen el presente y el futuro, abiertos y aún por llegar. Dicho de otro modo: recordar el pasado no tiene por qué conducir a una nostalgia plana, triste y cerrada, sino que puede llevarnos a identificar mejor lo que marca y mueve nuestra vida en el hoy y mañana de nuestro presente y futuro.
Este mensaje recorre muchas páginas bíblicas. Como señala A.M. Pelletier, «el recuerdo es lo más importante para el Éxodo, el Deuteronomio y los profetas. No un recuerdo para salvar el pasado del olvido (como Heródoto), ni tampoco para guardar o hacer memoria de lo importante (como Tucídides), sino para aclarar el misterio de la presencia de Dios en el presente... De manera que el trabajo de relectura del pasado está menos enfocado a preservar del naufragio una memoria y una identidad que a liberar y desplegar un sentido al que el presente concede acceso e importancia. Más que tener una conciencia negativa del tiempo como el que cava una fosa entre el presente y el pasado, hay que pensar en la fecundidad de la duración»3.
Pues bien, precisamente la exhortación a acordarse y recordar el comienzo de los versículos que nos ocupan subraya la fecundidad de la duración, lo fértil que puede ser para Israel recordar el tiempo del desierto, hacer memoria de los difíciles cuarenta años transcurridos entre la salida de Egipto y la entrada en la tierra prometida.
Según el libro del Deuteronomio, en el momento en que Israel se encuentra a punto de entrar en Canaán, Moisés le dirige una serie de discursos en los que le recuerda los elementos más singulares y nucleares de su existencia en Dios, sucedidos en el tiempo pasado. Todos ellos pueden hacer fecundos el presente y el futuro de Israel en la tierra prometida, esa tierra «buena, de torrentes, de fuentes, de aguas, tierra que produce trigo y cebada, viñas, higueras y granados, tierra de olivos, aceite y miel, que dará a Israel el pan en abundancia para que no carezca de nada» (Dt 8,7-9). Todos ellos pueden hacerle vivir como vivió, por ejemplo, en el desierto, haciendo visible todo lo aprendido y recibido en ese tiempo tan decisivo para el existir de Israel.
Si el recordar tiene su importancia en Dt 8,1-6, también la tiene el contenido de lo que se exhorta a recordar: todo lo que le sucedió a Israel durante los 40 años en que permaneció en el desierto, tal como aparece formulado por Dt 8,2-4, citado precedentemente.
Lo primero que se dice en Dt 8,2 es que el desierto forma parte de la historia de salvación de Israel. En ocasiones se afirma que la acción gratuita y salvífica de Dios en favor de su pueblo consta de dos elementos principales: la liberación de Egipto y el don de la tierra prometida. Pues bien, en el Antiguo Testamento se puede leer en más de una ocasión que no son dos, sino tres, las acciones que manifiestan más claramente la salvación, el mayor de los dones que Dios ofrece a su pueblo: hacer salir a Israel de Egipto / hacerle caminar por el desierto / hacerle entrar en la tierra prometida.
Interesante es que el sujeto de las tres acciones mencionadas es siempre Dios. Igualmente, que ellas están expresadas por una forma causativa (hifil, en hebreo) que expresa con gran profundidad que sólo Dios es la causa de la salvación de Israel, cuya plena recepción se realiza cuando Israel entra en la tierra que Dios le ha dado.
Una referencia, esta última, que está, sin embargo, ausente en la mención del desierto de Dt 1-2, donde éste aparece como «lugar inmenso y terrible» (Dt 1,19). Por eso, y tal como señalan varios autores, digno de destacar es que tanto en Dt 8,2 como en Dt 8,15 el tema del desierto aparece iluminado por la luz de la salvación, aparece alumbrado por la luz histórico-salvífica, ya que Dios salva allí a Israel haciéndole caminar por un lugar de soledad, de aridez, de muerte4.
El segundo aspecto destacable tiene en cuenta un dato textual que no conviene olvidar: existe entre Dt 8,2 y Dt 8,3 una separación (gap) que permite subrayar dos aspectos complementarios, a la vez que aclarar mejor uno de ellos. Por un lado, que en el desierto Dios prueba a Israel y quiere saber lo que hay en su corazón; por otro, que en el desierto Dios concede de manera gratuita a Israel el alimento que necesita para vivir (el maná). Si no se establece la citada separación, se puede llegar a la no acertada conclusión de considerar el don del maná como expresión del cumplimiento de los preceptos por parte de Israel, manifestando así el principio de retribución deuteronomista, también presente en otros libros bíblicos (la literatura sapiencial). Por el contrario, si se considera el dato textual indicado, se puede caer en la cuenta de que el comienzo de Dt 8,3 clarifica la particularidad de esa prueba a la que Dios somete a Israel.
Sí, ciertamente el desierto es para éste último una prueba humillante. Lo es, en primer lugar, por la humillación del hambre: «te ha humillado y te ha hecho sentir hambre; te ha alimentado con el maná, un alimento que no conocías, ni habían conocido tus antepasados, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8,3).
Así pues, allí siente físicamente Israel su impotencia, su debilidad, su miseria, entrando de esta manera en la muerte; allí comprende que lo que le hace vivir no es el pan, el fruto de la tierra y del trabajo costoso del hombre: al fin y al cabo, en «ese inmenso y terrible desierto, que está lleno de serpientes venenosas y escorpiones y que es tierra sedienta y sin agua» (Dt 8,15), todo su esfuerzo es inútil y estéril, y todo su trabajo no le permite obtener lo necesario para comer y vivir.
Ahora bien, en palabras frecuentemente repetidas por el siempre recordado L. Alonso Schökel, el desierto es un lugar en el que no se está desocupado. Como expresa bellamente la imagen que aparece en Dt 8,3, en el desierto Israel puede abrir la boca para recibir lo que Dios le da. Sin pan, sin medios, sin posibilidades de acción, puede remitirse y religarse al origen de la vida, pues lo que realmente le concede dicha vida es la relación de dependencia con el Señor, la aceptación de su palabra: «ese lugar para nada romántico, inhóspito, en el que no se puede decir ni “yo” ni “mío”, en el que Israel experimenta su pequeñez, inconsistencia e insuficiencia, puede ser el lugar donde aprenda a relacionarse con Dios como el Otro, el Todo, aquel de quien todo recibe y de quien depende en grado sumo»5.
Un dato más. Como acabamos de señalar, también en el desierto Dios ofrece gratuitamente a Israel el don del maná. Un don, un alimento, que aparece mencionado por primera vez en Ex 16,14-15:
«Cuando se evaporó el rocío, observaron sobre la superficie del desierto una cosa menuda, granulada y fina, parecida a la escarcha. Al verlo, se dijeron unos a otros:
– Man hu –es decir, ¿qué es esto?
Pues no sabían lo que era.
Moisés les dijo:
– Éste es el pan que os da el Señor como alimento».
Como los hebreos no sabían qué era dicho alimento, por eso preguntaron «man hu», que en hebreo significa «qué es». El maná, el alimento que Dios concede a Israel, es, pues, desconocido para ellos.
¿Cómo entender entonces la mención del maná de Dt 8,3 en el marco de referencia de Dt 8,2-3, donde, como se ha señalado, se habla del desierto como lugar humillante de prueba? Recordando lo que señalan algunos autores, se puede decir que, mientras el hombre se alimenta de pan, no puede percibir que no es el pan el que le da la vida; sólo cuando carece de pan, del pan conocido, entiende que puede vivir obedeciendo a lo que sale de la boca del Señor, ya que es nutrido de manera milagrosa por un alimento celeste, misterioso, divino. Esto es, pues, lo paradójico del desierto: un lugar donde nada se puede cultivar, pero donde Israel no muere de hambre, porque Dios lo alimenta con el maná; un lugar donde no es el pan el que asegura su existencia, sino la providencia divina. En definitiva, el desierto es una prueba para el hombre de Israel, pero una prueba acompañada y confortada por la presencia de Dios, que atiende de manera amorosa las necesidades del hombre: es una situación de precariedad, de dificultad, de oscuridad, de peligro, acompañada, sin embargo, de los medios simples y necesarios para superar dicha prueba. Es un vivir sin tierra, sin bienes, sin recursos, apoyado únicamente en la fe en Dios, acogiendo su palabra y aceptando el maná que él otorga6.


2. El desierto en Jeremías y Oseas

Recuerdo como si hubiera sido ayer los primeros días que pasé en Camboya, después de mi larga estancia en los campos de refugiados de la frontera camboyano-tailandesa. Entre otras cosas, por el ajuste que tuve que hacer entre el camboyano que había aprendido en «Site 2» y otros campos de refugiados cercanos y la lengua que se hablaba en el país con el que tantas veces había soñado. Muchas de las palabras y expresiones que yo había aprendido se utilizaban en el desierto (campos de refugiados), pero no en la tierra (Camboya), pues el contexto de ambos era ciertamente muy diverso.
La misma dificultad tenían muchos niños y muchas niñas que habían nacido en los citados campos, pues nunca habían estado en el país de sus antepasados. Estando en «Site 2», no se podían imaginar la belleza de la geografía camboyana; en particular, la de sus grandes arrozales, de un precioso color verde durante muchos meses del año. Al fin y al cabo, los campos de refugiados, tan cercanos al desierto, eran más bien un lugar de muerte, donde ni el arroz ni ninguna otra cosa podía cultivarse y crecer.
Confieso que recuerdo en numerosas ocasiones este último aspecto cuando leo un conocido texto del profeta Oseas: Os 2,4-25.
Dos son las menciones del desierto en él presentes. La primera subraya el aspecto de muerte, desamparo, carencia, abandono y soledad de dicho lugar:
«Que quite de su rostro los signos de su prostitución, y de entre sus senos las marcas de su adulterio; porque, si no, la dejaré desnuda, como el día de su nacimiento; la dejaré hecha un desierto, la convertiré en una tierra reseca y la haré morir de sed» (Os 2,4-5).
La segunda, seguramente muy conocida y utilizada por los lectores y las lectoras de Sal Terrae, es Os 2,16-17:
«Pero yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Le devolveré sus viñedos, haré del valle de Acor una puerta de esperanza, y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto».
En un contexto en el que Dios (esposo) acusa y ataca a Israel (esposa) por haberse alejado de él y haberlo abandonado, el primero va a revelarse nuevamente al segundo; y lo va a hacer en un lugar de muerte, maldito: el desierto.
Así, llevándole al desierto, Dios consigue seducir, animar y convencer a Israel de que hay salida en dicha difícil situación (eso es lo que significa hablar al corazón). Dios elimina, pues, la ruptura y la separación existentes y busca y alcanza la reconciliación. Oseas emplea dos referencias destacadas para manifestar dicho aspecto: por un lado, la referencia a Acor, lugar con claro sentido de fracaso y muerte (Jos 7,24-26), que se convierte, sin embargo, en Os 2 en lugar de esperanza, de nueva vida; por otro, el don de las viñas en el desierto, máxima expresión de fecundidad y alegría en un lugar en el que abundan la muerte, el caos y la tristeza.
Oseas afirma también que en el desierto Israel vivirá un nuevo nacimiento, parecido al que sucedió el día en que salió de Egipto. Y que en dicho lugar Israel responderá a Dios, es decir, se vinculará y religará con él. Lo importante e interesante del texto de Oseas no es el hecho de que Israel cambie de actitud por haber sido conducido al desierto, sino que su transformación se produce por el don de la vida y la fecundidad imposibles (que se den viñas en el desierto), es decir, por la gratuidad y justificación de Dios.
Son varios los exegetas bíblicos que han estudiado y desarrollado la influencia del libro de Oseas en el libro de Jeremías (G. Fischer, J. Ferry). Quizá sea Jr 2 donde mejor se puede apreciar dicho aspecto, y especialmente la importancia que en él tiene Os 1-3.
En Jr 2,6 se puede encontrar una e importante referencia al desierto:
«No preguntaban: “¿Dónde está el Señor que nos sacó de Egipto, que nos condujo a través del desierto, tierra árida y agrietada, tierra de sequía y de tinieblas, tierra por donde nadie pasa y en donde nadie vive?”»
Una referencia que está ciertamente en estrecha conexión con las menciones del desierto anteriormente presentadas (Dt 8 y Os 2): es un lugar de muerte, de falta de agua (vida), de oscuridad, intransitable, inhóspito e inhabitable.
Jr 2,6 evoca igualmente los cuarenta años pasados por Israel en el desierto, donde Dios le hizo caminar por semejante lugar de muerte. Como sucede en Dt 8,2, Jr 2,6 utiliza la forma verbal causativa para indicar que Dios es el causante de la salvación recibida por Israel en el desierto.
Estas dos referencias mencionadas son utilizadas –recordadas, diríamos nosotros– por Jr 2 para transmitir la interpelación que Dios dirige a Israel por su falta de respeto y fidelidad a Dios en el pasado y en el presente. Como hemos escrito con más detalle en otro lugar, en Jr 2,1-19 Dios aparece como el salvador de Israel en dos momentos particularmente importantes de su existencia: en su marcha por el desierto (Jr 2,6) y en su caminar a Egipto o Asur en busca de otras aguas que no conceden la vida, es decir, en busca de otras divinidades distintas del Dios «fuente de agua viva» (Jr 2,13). En ambos, Dios hace caminar a su pueblo, es decir, le causa la vida, la salvación y la liberación. Especialmente importante en Jr 2,1-19 es quizá «que en ese hacer andar a su pueblo por uno u otro camino parece estar también el don mayor que Dios concede a su pueblo. Por eso, Israel, en vez de alejarse de Dios y abrirse camino en dirección a otros dioses, puede quizás esperar a que Dios le haga ponerse en marcha, caminar y dirigirse hacia delante. Ésa es, tal vez, la revelación más clara y transparente de Dios. De ahí que todo lo que le queda por hacer a Israel sea únicamente facilitar dicha acción de Dios, es decir, dejar a Dios que le mueva, empuje y haga andar, y recibir en esas acciones la manifestación de Dios. No le hace falta entonces ni ponerse en movimiento ni salir a buscar a Dios a otro lugar en el que Éste se haya revelado; sólo le hace falta recibir la citada manifestación de Dios y poder seguir a Dios estando parado»7.


3. Recordar y creer, creer y recordar

Tanto las últimas referencias mencionadas como otras anteriores parecen ser el fundamento de un tipo de espiritualidad que puede caracterizarse, entre otros, por este rasgo: a Dios se le puede encontrar sin salir a buscarlo. No es éste, sin embargo, nuestro principal cometido; sí, en cambio, el de la siguiente colaboración de este monográfico, que los lectores y lectoras de Sal Terrae pueden encontrar a continuación.
A lo largo de nuestro recorrido, hemos centrado nuestra atención en un destacado aspecto del desierto, evocado por la cita del Apocalipsis que encabeza nuestra colaboración y que aparece en diversos textos del Antiguo Testamento: tierra no bendecida por Dios, sin agua, inhóspita, llena de demonios y bestias (Gn 2; Lv 16; Dt 1; 8; Is 6; 13; Jr 2; Os 2), en donde Dios hace vivir. No es ciertamente el único que caracteriza esos cuarenta años tan importantes para la vida de Israel; recuérdese, por ejemplo, el motivo desarrollado por Ex 32 y Dt 9, donde se menciona, entre otros, el conocido episodio de la construcción del becerro de oro: el desierto como lugar de infidelidad de Israel, donde éste se muestra infiel y rebelde con Dios.
Es, sin embargo, en ese aspecto del desierto en el que ciertamente hoy más creo. Se ha señalado en más de una ocasión que para los hebreos creer es recordar, es decir, «vincularse a una historia con devoción. Creer no es, pues, un acto exclusivamente personal, interior y solitario, sino conectar con la historia de un pueblo para identificarse personalmente con ella. Creer es recordar a Dios, que sacó a su pueblo de Egipto y se vinculó con él en el Sinaí. Creer es bendecirlo precisamente por eso que realizó y encontrar en ese recuerdo, en esa memoria, el fundamento de una esperanza insustituible para el futuro, sea cual sea el presente»8.
No exagero si digo que, cuanto más pasan los años y más lejanos quedan los veinte largos meses pasados en la frontera camboyano-tailandesa, tanto más recuerdo aquel tiempo. No, ciertamente, por lo que yo pude hacer, organizar o decidir en alguno de los campos de refugiados citados, en aquellos lugares de muerte, de caos, de falta de vida, de desierto... Sí, en cambio, por todo lo allí recibido, vivido y compartido. En particular, por esa palabra refrescante de Dios, que calmaba constantemente mi sed en medio del desierto. Una sed que, en numerosas ocasiones, ansiaba y anhelaba no tanto al Dios vivo (Sal 42), sino a otro «dios»: el de la triple y conocida obsesión a la que se refiere San Ignacio en los Ejercicios Espirituales (obsesión por la vida, por tener y por valer).
Una sed y unas obsesiones que siguen estando muy presentes en mi vida. Creo poder decir, sin embargo, que ahora, cuando esa triple amenaza intenta atacarme y acorralarme con toda su brusquedad, encuentro en más de una ocasión un modo medicinal y terapéutico de contrarrestarla: recordando los dones recibidos de Dios en el desierto de «Site 2». Un recuerdo al que suele acompañar, orientar y redimensionar una parte de una conocida oración e invocación del llorado Pedro Arrupe, que ayudan a que mi recuerdo sea un recuerdo creyente, es decir, a que mi recordar sea un creer, y mi creer un recordar:
«Que aprenda de Ti, como lo hizo San Ignacio,
tu modo de comer y de beber;
cómo tomabas parte en los banquetes,
cómo te portabas cuando tenías hambre y sed,
cuando sentías cansancio tras las caminatas apostólicas,
cuando tenías que reposar y dar tiempo al sueño.
Enséñame a ser compasivo con los que sufren;
con los pobres, con los leprosos,
con los ciegos, con los paralíticos.
Muéstrame cómo manifestabas tus emociones profundísimas
hasta derramar lágrimas...
Y, sobre todo, quiero aprender el modo
como manifestaste aquel dolor máximo en la cruz,
sintiéndote abandonado del Padre».

* Director de Sal Terrae. Profesor de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). .
1. El SJR (www.jesref.org/home.php) fue fundado a comienzos de los años 80 por el siempre querido y recordado Pedro Arrupe, SJ.
2. G. BRAULIK, «Das Buch Deuteronomium», en (E. Zenger u.a.) Einleitung in das Alte Testament, KStTh 1,1, Stuttgart - Berlin - Köln 19983, 125-141, esp. 137.
3. «Temps et histoire au prisme de l’écriture prophétique» en ACFEB (ed.) Comment la Bible saisit-elle l’histoire?, LeDiv 215, Paris 2007, 87-114.
4. P. BOVATI, Il libro del Deuteronomio (1-11, Guide Spirituali all’Antico Testamento, Roma 1994, 108-109; R. GOMES DE ARAUJO, Theologie der Wüste im Deuteronomium, OBS 17, Frankfurt am Main 1999, 142-143; F. ROSSI DE GASPERIS – A. CARFAGNA, Prendi il Libro e mangia. Dalla creazione alla Terra Promessa, Bibbia e Spiritualità, Bologna 1997, 276-277.
5. P. BOVATI, op. cit., 112-117; F. ROSSI DE GASPERIS – A. CARFAGNA, op. cit., 278-279.
6. P. BOVATI, op. cit., 112-117; M. WEINFELD, Deuteronomy 1-11. A New Translation with Introduction and Commentary, AncB 5, New York 1991, 389.
7. E. SANZ GIMÉNEZ-RICO, «Encontrar a Yahveh sin salir a buscarlo. El comienzo del libro de Jeremías (Jr 2,1-19)»: EE 82 (2007) 461-490.
8. F. ROSSI DE GASPERIS – A. CARFAGNA, op. cit., 160."

FUENTE : www.pastoralsj.org/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

1 comentario:

James Stapleton dijo...

Estimado señor o señora,

Le escribo por informar que el enlace de el Servicio Jesuita a Refugiados en su pagina Web está caducada. El nuevo enlace es www.jrs.net.

Le agradezco si podría actualizarlo.

Muchas gracias por su colaboración.

Atentamente,

James Stapleton