Sergio Silva G. ss.cc.
El muchachito se ha instalado junto al lecho donde yace el anciano enfermo. Le ha tomado su mano grande y fuerte de carpintero. El anciano ya no quiere abrir los ojos. Palpa la mano más fina del muchacho: “tan parecida a la de su madre”, piensa. “¡Pero igual ha tenido que aprender la carpintería!”.
Si uno aguza el oído puede sentir el trajín de la madre en la cocina cercana, cuando vuelve del pozo con su cántaro lleno de agua.
Anciano y muchacho están largo rato en silencio. Las prisas del día ya han terminado. De pronto, el joven dice: “Gracias, abbá José”. El anciano, por toda respuesta, aprieta un poco la mano del hijo. Y el hijo sabe que José lo ha comprendido.
Ha estado recordando ese hermoso día de primavera del año en que por primera vez subió a Jerusalén con sus padres para la fiesta de Pascua. Faltaba poco para la fiesta y él esperaba con ansia esa primera visita al Templo de su Dios. Esa mañana había sucedido algo nuevo. En lugar de empezar el trabajo habitual de la carpintería de todos los días, José había dicho mientras tomaban el desayuno los tres con María: “Vamos de paseo al cerro”. Los ojos de María habían brillado con una suave alegría y de inmediato había preparado un cocaví de pan y pescado ahumado para los tres.
La mañana la recordaba esplendorosa. El aire estaba transparente como pocas veces, totalmente penetrado de luz. El verde del pasto nuevo en los cerros producía paz en el espíritu. Los árboles brillaban en la gloria de su follaje nuevo. Se sentían en el aire los balidos de las ovejas y el tintinear de las campanas de las madrinas, a medida que los niños iban sacando del redil los diversos pequeños rebaños de los vecinos para llevarlos a pastar en el valle cercano.
Los tres habían caminado largo rato en silencio. De vez en cuando alguno mostraba un árbol o alguna vista particularmente hermosa, o llamaba la atención de los otros para que alcanzaran a ver la pirueta gozosa de algún pajarito que se iniciaba –acompañado de sus padres- en el vuelo.
A mediodía habían llegado a la cumbre. Luego de descansar contemplando la hermosura de la vista que se abría desde la altura, se habían sentado para comer su cocaví. José había hecho la bendición ritual, en la lengua sagrada de la Escritura. Pero había añadido en el arameo de la vida cotidiana una frase que a él lo había intrigado: “Muéstrate, Señor, como Padre de tu Hijo”.
Terminada la comida, José le había dicho: “Vamos al cerro del frente”. Y, dejando a María en el lugar donde habían comido y descansado, habían bajado la cumbre hasta encontrar el pequeño sendero que llevaba al otro cerro. Una vez que el sendero se niveló y se ensanchó –ahora podían ir padre e hijo caminando juntos- José le había hablado:
“Ya has cumplido doce años, hijo, ya eres un varón israelita, miembro de pleno derecho del pueblo de Dios. Tendrás que subir con nosotros a Jerusalén para la próxima fiesta de Pascua.
Pero tienes derecho también a saber algo que hasta ahora no te había comunicado. Pero antes dime –la voz de José se hizo más débil y algo como un temblor la estremeció- ¿Qué tal he sido
como padre para ti?”
“Abbá José, solo tengo gratitud para contigo”, había balbuceado sorprendido él. “Me has tratado siempre con cariño, me he sentido siempre acogido por ti. Has sido exigente conmigo, pero has sido respetuoso de mis ritmos. Lo veo tan claro en lo de la carpintería: mis manos torpes y un poco frágiles no le ganaron a tu paciencia cariñosa y dedicada, y he terminado por aprender el trabajo, aunque no con la calidad tuya”. Después de un silencio en que buscaba en su memoria las capas más hondas, había proseguido: “También te tengo que agradecer que siempre escuchaste mis muchas preguntas, sin despreciarlas nunca; y, cuando no pudiste responder alguna, fuiste tan honesto, que buscaste a otro que me pudiera satisfacer la curiosidad o el deseo”. Al cabo de un instante de silencio había añadido: “Hay otra cosa más, quizá la más linda: tu cariño por la mamá.
Te lo he visto siempre en la forma de mirarla. La has tratado siempre tan bien, casi como que la has regaloneado. Por suerte, como ella es tan hacendosa, no se ha echado a perder. Tú has sido muy bueno con ella. A cambio de sus padres, que siempre la quisieron tanto, Dios le dio un marido igual de cariñoso. Sí, gracias, abbá José, tú me has mostrado en la práctica que el amor de los esposos es posible y ¡tan hermoso!”
El sendero empezaba a subir hacia la cumbre y se hacía estrecho. Habían tenido que seguir uno tras el otro en silencio. En la cumbre se habían sentado sobre una piedra lisa y ancha. Habían mirado largo rato el atardecer de la primavera en el valle. Luego José había proseguido:
“Ya que eres adulto, hijo, has de saber que yo no soy tu padre”. Él había dado un respingo y lo había mirado asombrado. “Estábamos tu madre y yo comprometidos para casarnos, pero faltaban aún unos meses para la boda. No nos veíamos muy seguido. A veces la veía pasar frente al taller,nos saludábamos un instante, y ella seguía su camino. Un día, viéndola venir de lejos, me llamó la atención su vientre un poco más hinchado que de costumbre. Empecé a observarla: se iba hinchando semana a semana. No cabía duda, estaba embarazada. Un día vino a verme mi hijo Judas: ‘En el pueblo todos hablan del embarazo de tu prometida’. Quedé anonadado. Tenía la certeza de que ese embarazo no era mío. ¿Qué hacer? Entré en un período muy duro, el más difícil que me ha tocado en la vida. Cuando estaba con ella nunca me atreví a tocar el tema. Ella tampoco me dijo nada. Lo que más me intrigaba era su mirada: se había hecho más transparente aún, se le palpaba la inocencia en sus ojos. Y cuando me miraba directo a los ojos creía percibir algo como de pena por mí. ¿Qué hacer? El camino obvio era repudiarla y denunciarla. Eso significaba su muerte. ¡Y yo habría tenido que lanzar la primera piedra! Por otro lado yo no podía aceptar una esposa que ya antes de casarnos me había sido infiel. Aunque no pudiera creer su infidelidad. Finalmente pensé que lo que tenía que hacer era desaparecer yo del pueblo. Así,todos pensarían que yo la había embarazado, pero que me había desilusionado de ella y la repudiaba. Estaba preparando mi partida –tendría que irme a la Decápolis, al otro lado del lago, donde no me conocieran, e intentar ahí abrir un nuevo taller de carpintería- cuando una noche, en sueños, recibí un mensaje del Señor: ‘No temas aceptarla como esposa, porque lo que hay en ella es de Dios’ Además se me dijo el nombre que debía ponerte al nacer: Jesús (Yahvé salva)”. Hubo una pausa. El sol se estaba hundiendo a sus espaldas, en el lejano mar. “Comprenderás, hijo, que no me ha sido fácil”.
De golpe, él comprendía. Sobre todo, que no hubiese tenido hermanos de su misma madre.
Habían vuelto en silencio, directamente a casa. Ya entrada la noche, los había recibido María con la comida preparada.
Desde ese día la pregunta que le había rondado era: “Si abbá José no es mi padre, entonces ¿quién es?”. Estaba extrañado, sin embargo, de que esa interrogante no lo había desazonado; se mantenía en mucha paz. En el trabajo junto a José estaba un poco más distraído, pero lo podía hacer sin mayores problemas.
Pocos días después del paseo al cerro –quizá había pasado una semana- habían iniciado, con las otras familias del pueblo, el viaje a Jerusalén para celebrar la Pascua. Ahí había vivido una explosión interior. Primero había sido al escuchar en la lectura sagrada esa frase: “Porque Tú,
Señor, eres nuestro Padre desde siempre” (Is 63,16). Había sido como si esa frase no se refiriera al pueblo sino a él personalmente. Y había quedado inundado de una luz alta y gozosa. Se había descubierto diciendo en su interior, a cada instante, “abbá Yahvé”, pronunciando sin temor el nombre sagrado que le habían enseñado a no decir, por reverencia ante el Dios inalcanzable.
Luego había sido durante la lectura de la profecía de Natán a David referida al descendiente que iba a sucederle en el trono: “Yo seré para él padre y él será para mí hijo” (2Sam 7,14). Esta vez había sido una certeza simple y clara de que esa palabra se la estaba diciendo aquí y ahora su abbá Yahvé a él. Casi había perdido la noción de la realidad. Se le había despertado un ansia incontenible de preguntar y de saber. Terminadas las celebraciones se había dirigido a los doctores de la Ley y se había puesto a preguntarles incansablemente. Quería saber todo lo de Dios, quería entenderse, saber si la experiencia interior que acababa de hacer cabía en los moldes de la historia de su pueblo con Yahvé. Creía que estaba recién empezando a preguntar cuando se le habían acercado María y el abbá José con su reproche. ¡Ya tres días! Sorprendido, les había espetado ese “¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49).
Había sido hermoso volver con ellos en silencio a Nazaret, respetando cada uno el lento procesar las experiencias vividas, meditándolas en el corazón. Y los años recientes habían seguido
transcurriendo en paz, cada uno ahondando su encuentro con el Señor, acompañándose en silencio.
Como saliendo de una ausencia muy profunda, el muchacho volvió a mirar en la penumbra de la habitación a oscuras el rostro del anciano y volvió a decirle: “Gracias, abbá José”. Pero esta vez ya no obtuvo respuesta, la mano del carpintero se quedo fría entre las suyas.
FUENTE : www.sscc.cl/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
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