Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Evangelio según san Juan 20, 19-31
Es difícil atravesar el umbral de una casa con las puertas cerradas. Sobre todo si éstas se cerraron sobre el miedo y la confusión de una culpa que anida en el corazón de los amigos del Maestro. Las puertas están cerradas, los umbrales del Reino bloqueados por la Muerte. Esta vez sí!
Ellos y ellas están agrupados por el temor, recogidos junto al regazo de la Madre, apoyados en su propia fragilidad y en la amenaza de que les identifiquen como discípulos de un ajusticiado, de un blasfemo. Algunos, según dicen, han huido de vuelta a Galilea.
Pero la muerte no puede retener por más tiempo al que es la Vida. Y la victoria anticipada del amor, hecho eucaristía, tiene que hacer temblar las puertas del infierno y hace saltar los goznes del bloqueo de la antigua culpa. El Amor vence al miedo y la voz del pecado ya no atruena en los oídos de los que recuperan su cercanía familiar, su voz amiga: “No tengáis miedo!”
Jesús se hace presente en medio de su ansiedad y sus temblores. Desconcertados ante la inesperada visita, no aciertan a creer lo que sus ojos están viendo, lo que tocan sus manos, al que abrazan y besan con tanto susto. Pera acaban por rendirse a la evidencia: “Es el Señor!”
No habían podido creer a las mujeres, que les sobresaltaron muy de mañana con una habladuría propia de alucinadas: que le habían visto, que estaba vivo, que la muerte no había podido deshacer su cuerpo, que la corrupción no había ganado la batalla a su propia carne.
Como ellos, también nosotros no salimos de nuestro asombro. Tomás se nos adelanta a declarar lo obvio: si no metemos el dedo en sus heridas, la mano en su costado, o al menos reclinamos, como Juan, la cabeza en su pecho, no nos atrevemos a creer.
Confesar y adorar es fruto de un contacto tan íntimo, tan delicado… de un reconocimiento de lo honda que ha sido la frustración, de lo doliente que se nos ha quedado el hondón del alma con tu repentina ausencia. Si te vas y nos dejas, ¿qué será de nosotros, qué será de nuestro anhelo? ¿Adónde reclinaremos nuestros pesares, dónde descansará, al fin nuestro deseo?
FUENTE : www.capillaarrupe.webnode.com/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
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