jueves, 14 de agosto de 2008

PABLO Y JESUCRISTO.

Pablo y Jesucristo
por Adolfo Carrillo
Sacerdote de la Sociedad de San Pablo

El objetivo que nos proponemos aquí no es hablar de Pablo y Jesucristo como dos personas individuales, únicas e irrepetibles, sino más bien del encuentro personal de Pablo con el Resucitado. El encuentro de Pablo de Tarso con Jesucristo se inicia durante el martirio de Esteban. Más tarde tiene su encuentro personal con él en el camino a Damasco. Recordando la orientación y el contenido de la exhortación apostólica “Ecclesia in America”, que es una invitación a encontrarse con el Cristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad, nos ponemos también nosotros en camino para el encuentro personal y permanente con Jesucristo. Pablo, perseguidor de los cristianos y convertido en siervo y apóstol de Jesucristo, abre el Evangelio de la Vida a los cristianos de todas las épocas y regiones de la tierra, y a los cristianos del tercer milenio nos invita a asumir su proyecto de vida, así expresado: “No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).

El punto de arranque: ¡Jesucristo!
Sin la experiencia de Damasco, Pablo, con toda probabilidad, no habría sido lo que fue, no habría mostrado ningún interés por quienes acabaron siendo el punto focal de su ministerio: los gentiles. No habría emprendido ningún viaje misionero; no habría escrito ninguna de sus cartas. Si olvidamos el impacto que tuvo Cristo en su vida, corremos el riesgo de explicar su actividad con meras categorías sociológicas o culturales, o incluso, sicológicas. Su encuentro personal con Cristo es la verdadera clave de lectura de toda su biografía de cristiano y apóstol. Queremos dejar claro que el impulso misionero le vino a Pablo del encuentro con Cristo-Resucitado. Efectivamente, del encuentro con el Cristo glorioso, quien asegura su propia presencia constante, e imprime en sus discípulos la fuerza de un testimonio que no sólo llega “hasta los confines de la tierra” (Hech, 1, 8), sino que, sobre todo, hace ver que ningún “hombre es profano o impuro… y que Dios no es parcial con las personas (Hech. 10, 28-34).

Su opción por Cristo, lo lleva a optar por “los de fuera” (cf. 1Cor 5, 12; 1Tes 4, 12; Col 4, 5). Pablo se lanzó más allá de los propios muros y superó el muro que delimitaba e incluso separaba a Israel del resto de los hombres

Pasión por Cristo y por la humanidad
Su pasión siempre fue vivir en Cristo y comunicar a Cristo. Pablo fue un ardiente comunicador del Evangelio. Su inquietud de discípulo misionero de Jesucristo la expresa así: “Ay de mí si no anuncio el Evangelio”. El centro de su vida espiritual y misionera fue siempre Jesucristo. La razón de su existencia y el sentido de su vida están en Jesucristo, a quien sigue, por quien arriesga su vida hasta el martirio y a quien anuncia a tiempo y a destiempo, como manifiesta en alguna ocasión.
Esta pasión de Pablo por comunicar a Cristo, nace de su encuentro personal con el Señor en el camino a Damasco, descubriendo quién era Jesús y respondiendo al llamado, en la línea de la tradición bíblica, que se prolonga hasta nuestros días: “¿Señor, qué quieres que haga?”

Atrapado por Cristo
Desde Damasco, Pablo es de Cristo y, por eso es “una criatura nueva, pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Cor 5, 17). El “terremoto” experimentado por Pablo al encontrarse con el Resucitado, lo llevó al punto de despreciar el valor de su pasada fidelidad religiosa (cf. Flp 3, 7). La gran lección recibida a la entrada de la ciudad le hace comprender que el Mesías está a favor de aquellos que él persigue para encarcelar. Entiende que la justicia no está vinculada a la ley judía y, por tanto, ésta no es el camino obligado hacia Dios, también los paganos tienen acceso a la salvación. Y en medio de su fervor religioso de perseguidor de cristianos, Dios le ha manifestado su radical equivocación; y así, Pablo, de una vez para siempre, ha aprendido a no fiarse de sí mismo ni de sus obras, sino a acoger la justicia que Dios regala al que cree en Cristo (cf. Flp 3, 9).

La novedad es apremiante y lo empuja a evangelizar sin dilación. La misión sistemática entre los paganos va a comenzar y la contundente experiencia de Cristo vivida por Pablo será el gran respaldo de su misión. “Cristo murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí” (2Cor 5, 15). Pablo ya no vive para sí; más bien se “des-vive” por vivir para Cristo y para “todos” por quienes Cristo murió.

El tiempo es vida; y la verdad, viene de Dios
El fanatismo del pasado se convierte ahora en urgencia por evangelizar. Las cualidades de Pablo se ponen ahora íntegramente, y potenciadas al servicio de la nueva causa, cuyo origen es el encuentro con Cristo. Toda propaganda pasa por momentos de éxito y de fracaso; también la evangelización de Pablo. En Arabia es perseguido por el rey Aretas IV (cf. 2Cor 11, 32) y en Atenas (cf. Hech 17, 18ss) es ridiculizado por los filósofos y sabios de este mundo. Para Pablo, como en otro tiempo para Jeremías, se torna en motivo de burla cotidiana. Pero, para el Apóstol, es más dolorosa la oposición al interior de la Iglesia. En Jerusalén tiene que enfrentarse con “falsos hermanos intrusos” que comprometen “la verdad del Evangelio” (cf. Gál 2, 4ss). En Antioquía experimenta con amargura la desviación de Pedro de la “verdad del Evangelio” y con su incoherencia arrastra consigo a otros judeocristianos, incluso a Bernabé (cf. Gál 2, 13), lo que lleva a Pablo a enfrentarse con Pedro, romper con Bernabé, su antiguo y querido compañero de ministerio, y distanciarse con mucho dolor de Antioquía y Jerusalén, los dos grandes focos del cristianismo naciente. El amor a la comunidad y la entrega al Evangelio, son fuente de gracia, sufrimiento, lucha y lágrimas derramadas.

Con las cosas sagradas no se juega ni se las puede instrumentalizar. El evangelizador comprometido en la empresa de evangelización no disfraza el evangelio para hacerlo más accesible (cf. 1Tes 2, 3; Gál 1,10); no falsifica la palabra con astucia (2Cor 4,2), no aprovecha la predicación para ganar dinero o prestigio (1Tes 2, 5ss); tampoco es un “traficante de la Palabra” (2 Cor 2, 17). Pablo es consciente de que se le ha confiado un tesoro, que lleva en “una vasija de barro”, superior a sus capacidades. Pero, “para semejante tarea, ¿quién está a la debida altura?” (2Cor 2, 16; Ef 4, 7). El afecto e intimidad para con la palabra del Evangelio no dispensa a Pablo del “temor y temblor” al proclamarla.

Una vida para el Evangelio
La personalidad de Pablo es total polarización hacia la misión. Pablo vive totalmente en función de la misión; ella es su razón de ser. Y no sólo de Pablo, sino de todo discípulo misionero de Jesucristo. La conducta de Pablo en Tesalónica (1Tes 2, 10) es el testimonio de su entrega generosa y gozosa a la misión recibida. Y a los cristianos de Corinto, en momentos de conflicto con la comunidad, les hará observar expresamente, que en nada da motivo de escándalo, para que su ministerio no sea objeto de burla (2Cor 6, 3), y por ello se muestra fiel, aun en medio de padecimientos, tribulaciones, necesidades y apremios. Se ha llegado a tal comunión entre Evangelio y evangelizador, que mutuamente se informan e interpretan.

En el camino de Damasco, Pablo contempló a Jesús como Señor, pero con un señorío aún no implantado sobre la tierra. He aquí el compromiso del discípulo misionero: provocar a través de la palabra la obediencia de la fe, el reconocimiento de Jesucristo como Señor.
Pablo se alegra de que Cristo sea predicado, sea como fuere, pues todo lo hace o sufre por el evangelio y todo lo puede en aquel que lo conforta (cf. 1Cor 9, 23; Flp 4, 14). Y como los árboles mueren de pie, Pablo al llegar el fin de su vida exclama: “He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe” (2Tim 4, 7).
FUENTE :
www.san-pablo.com.ar/aniopaulino/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

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