martes, 27 de mayo de 2008

CON SED A LA ESPERA DE DIOS - PEDRO ASTORGA GUERRA.

Con sed a la espera de Dios
Pedro Astorga Guerra*
Sal Terrae 96 (2008) 485-494

«Mi ser está sediento del Señor, del Dios vivo» (Sal 42,3). Así describe el salmista su relación con Dios. Probablemente no es una relación gratificante, pues la sed manifiesta la ausencia y la necesidad de Dios. No obstante, al menos se mantiene en tensión hacia Dios, pues en la sed gusta ya de Aquel a quien busca. Tal es la falta de agua que sólo las lágrimas son su pan día y noche (Sal 42,4). Por una parte, no tiene más alimento que el dolor. Por otra, sus lágrimas manifiestan el deseo y la necesidad de la presencia de Dios1.
Quizá la persona está a punto de morir. El verbo que aparece en Sal 42,2, «bramar», solo aparece tres veces en el Antiguo Testamento: dos en Sal 42,2 y una en el libro de Joel: «Incluso las bestias del campo braman hacia Ti, porque se han secado los raudales de agua, y el fuego ha devorado los pastizales del desierto» (1,20). Por lo tanto, la situación de quien tiene sed, como la de la cierva, es de vida o muerte. Si el ser más íntimo de la persona «brama» por Dios, es que está sintiendo la muerte y busca desesperadamente el agua que pueda darle la vida. Lo más profundo del ser del salmista tiene sed de Dios. Así como la cierva y las bestias del campo o beben del agua o se mueren, así también la persona sedienta, o bebe de Dios o se muere.
Ahora bien, los salmos 42 y 43 no testimonian una búsqueda desesperada y angustiosa del Dios vivo, sino una búsqueda con esperanza. Entre la sed de Dios y su satisfacción en el manantial divino no está la búsqueda desesperada, sino esperanzada: «¿Por qué estás abatida, ¡oh alma mía!, y gimes en mí? Espera en el Señor, pues aún he de loarlo como salvación de mi rostro y mi Dios» (42,6.12; 43,5).
Probablemente esta experiencia del salmista no sea tan evidente, pues lo más difícil de descubrir es normalmente aquello que realmente somos. Seguramente habrá muchas personas que afirmen no tener sed de Dios, ni les preocupe, por tanto, buscarlo y esperarlo. Habrá también otras muchas que, como yo, sintiendo la sed de Dios, no sepamos a veces cómo buscarlo o, en la búsqueda, sencillamente nos quedemos sin sed. Supongo que, a veces, aguas engañosas han venido a inundar nuestro corazón y vivimos muy satisfechos (Jr 2,11-18). Estamos contentos en la superficie, y ya la sed de Dios va quedando tan debajo de nosotros mismos que incluso la damos por perdida. Tal vez hemos llegado a experimentar que la sed de Dios es mortal y, por tanto, más vale acallarla, que no «brame»... En realidad, no somos más que ignorantes que se niegan a reconocer que la sed de Dios es la única oportunidad que tenemos de vivir: «Ni aun dijeron [vuestros padres]: “¿En dónde está Yahveh, el que nos ha subido del país de Egipto, el que nos ha conducido a través del desierto, por tierra de estepa y barranco, por tierra árida y tenebrosa, tierra por donde nadie transita y donde no habita hombre alguno?”» (Jr 2,5-6). Beber de Dios o morir: ésa es la disyuntiva y algo que, a nuestro modo de ver, tenemos que vivir desde la espera. Quien tenga sed, mantenga viva la esperanza; y cuando la sed parezca secarse, porque disminuye la esperanza, rememoremos de continuo que las misericordias del Señor no se han agotado (Lam 3,22). Pidamos a Dios, por tanto, el don de la esperanza, medio para sentir la sed de Dios y, al mismo tiempo, impulso para buscar y esperar el agua viva2. Los salmos 42 y 43 también pueden ayudarnos en este camino.
Una vez que el salmista ha descrito su situación (Sal 42,2-6), da paso al recuerdo potenciador. Ya no se acuerda simplemente de lo que hacía (Sal 42,5), sino que recuerda a Dios (Sal 42,7). Al percibir la situación de otra manera, está en posición de avanzar: «envíame tu luz y tu verdad, ellas me guíen» (Sal 43,3). Un cambio de percepción también hizo pasar a Israel de temer a Egipto (Ex 14,10) a temer a Yahveh y a creer en éste y en Moisés, su siervo (Ex 14,31).
Normalmente, atrás está lo conocido y lo que aparentemente permite vivir, como decían los israelitas a Moisés: «Déjanos que sirvamos a los egipcios, pues más nos vale servir a los egipcios que morir en el desierto» (Ex 14,12). Quizás atrás está la relevancia social, las numerosas vocaciones y los «triunfos» pastorales; pero estancarse en el recuerdo paraliza y acaba matando. El desierto que se avecinaba para el pueblo de Israel era un lugar de muerte, pero también la oportunidad de recibir la libertad y la vida. Esto es lo que Moisés posibilita enseguida a los ojos de Israel: «Manteneos firmes y veréis la salvación que Yahveh va a llevar hoy a cabo por vosotros» (Ex 14,13). Aquí está el punto de inflexión del relato y, en definitiva, uno de los rasgos fundamentales de la misión de Moisés3. El horizonte de sentido ensancha la vista de los que tienen miedo y buscan un mal refugio en el pasado. Lo que la esclavitud pasada tiene que posibilitar es el clamor a Dios para que Éste actúe. A Israel le corresponde ahora mantenerse firme disponiéndose a ver la salvación de Dios.
Quizás hoy, como Iglesia, tenemos que preguntarnos si nos mantenemos firmes a la espera de la salvación de Dios. Más aún, si somos capaces de dar un horizonte de sentido desde la presencia de Cristo, que le dice qué es y dónde está la vida4. No negamos que los hombres y las mujeres de hoy vislumbran un futuro y se construyen el presente desde ese futuro. Sin embargo, nos da la impresión de que la cultura, en cuanto modo de percibir, filtrar e interpretar la realidad, no quiere tener en cuenta a Dios para abrirse al futuro. Parece que Dios es ahora el Faraón de Egipto, y aparecen distintos «anti-Moisés» que pretenden abrir perspectivas para que el pueblo se mantenga firme, no vuelva a Dios y espere la salvación de cualquier otra parte, menos de Él. Estamos de acuerdo en que el corazón humano es un corazón sediento de infinito, pero también hay que reconocer que es tan finito y encarnado que tiene la percepción de sí que le da la cultura y sacia su sed también en las fuentes que ofrece la cultura5. Si la cultura hace ver que «sólo Dios sobra», pues entonces los canales que conduzcan a fuentes que sacien la sed tratarán de evitar el encuentro con Dios. No creemos que esto sea lo mejor: canales y fuentes que no conduzcan a Dios son canales y fuentes agrietados que pronto se quedarán sin agua (Jr 2-12-13). Ciertamente que encontrarse con Dios, fuente de aguas vivas, significará la destrucción de canales que provoquen servidumbre, injusticia y muerte, pero también exaltación de los que conduzcan a la libertad, a la justicia y a la vida. Los hombres y mujeres que estamos inmersos en esta cultura no podemos cerrarnos a percibir que nuestra sed más profunda sólo se puede saciar en Dios, y que los canales que nos ofrece la cultura no tienen ningún sentido si no conducen a Dios o manan de Él. No puede ser que, cuando hay tantas oportunidades para dejar la esclavitud, servidumbre y muerte, lo estemos haciendo dejando a un lado a Dios.
Como mediadores/as y hombres y mujeres de Iglesia, tenemos que criticar las aguas engañosas que pretenden erigirse en fuentes vivas, pero también debemos reconocer y potenciar lo bueno de la cultura, evangelizando los modos de percibir, filtrar e interpretar la realidad, para posibilitar verdaderos canales que sacien la sed porque conducen a Dios o brotan de Él, fuente perenne de vida6.
Entre algunos canales que habría que potenciar, creemos que está el conocimiento continuo del mensaje cristiano. La comunidad cristiana, desde un principio, no se replegó sobre sí misma; y si bien es cierto que no vivía cómodamente, la convivencia con los gentiles la vio como una oportunidad de dar razón de la esperanza, con mansedumbre y respeto (1 Pe 3,15). Por eso no hay que descuidar de ninguna manera la formación y el interés por descubrir continuamente la razón que lleva en sí misma esta esperanza viva a la que Dios nos hecho renacer (1 Pe 1,3). Si acentuamos también la mansedumbre y el respeto, entonces habrá que caer en la cuenta de que el cristianismo es una propuesta y que, por lo tanto, no se impone. La cultura tiene sus formas para configurar a los individuos, y está claro que la imposición, sin razones convincentes, no conduce a ninguna parte.
El encuentro con la cultura no sólo puede ser de descalificación mutua, sino de esfuerzo intelectual y apertura de ambas partes. No se le puede tachar de materialista, porque también es solidaria; ni de hedonista, porque también ama (agapé); ni de relativista, porque también está buscando la verdad. Quizás habría que insistir más bien en que la posesión de bienes materiales y el bienestar son don de Dios, y entonces no se pueden poseer de forma egoísta. También habría que buscar la manera de relacionar el placer y el gozo con el amor, y no verlos simplemente como antagónicos. Finalmente, habría que reconocer que la verdad no se posee en propiedad para descalificar a los demás, sino que es una Persona, Jesucristo, y entonces quizá las «verdades» adquieran su auténtico sentido y la holgura suficiente para hacerse un lugar y dar lugar a las demás.
No es fácil vivir en esta cultura con la necesidad de transmitir el Evangelio. Quizá no haya ni cultura fija, sino inestabilidad cultural. Aún así, creemos que el cristianismo puede hacer mucho en la construcción de Europa como una casa común. Por supuesto que concretar medidas para vivir unos/as con otros/as es complicado, pero no menos cierto es que todos somos hermanos e hijos de un solo Dios. Hoy tenemos la oportunidad de abrir las puertas a quien no sólo viene a quitar la «paz», sino a ensanchar las percepciones y a enriquecer la cultura. La Iglesia se afianza con esto en su identidad al saberse visitada por el Dios de entrañas misericordiosas y afectada por los hermanos y hermanas a quienes se acoge desde el amor recibido7.
Creemos también que habría que continuar estando al servicio de la reconciliación y del perdón. Diferencias culturales siempre habrá, pero ello no ha de ser obstáculo para llegar a un entendimiento. Exigencia y afán de justicia lo queremos todos/as, pero no menos cierto es que somos pecadores/as y tenemos que ser capaces de iniciar procesos de reconciliación y no sólo de desaparición del contrario. No hace falta decir que el cristianismo se une a todos los esfuerzos para luchar contra la pobreza, el hambre, la enfermedad, el daño ecológico y la guerra: canales que ya empiezan a apagar la sed y que, sin lugar a dudas, abren al futuro de salvación de Dios. Otra cosa es que la cultura que crean los medios de comunicación social no lo tenga en cuenta.
Aún con lo dicho anteriormente, nos atreveríamos a decir que lo más difícil no está en posibilitar canales, sino en mantener la sed de Dios que permita ver si de verdad los canales conducen o vienen de Dios. Dicho de otra manera, quizá necesitemos mediadores/as que no sólo posibiliten canales de y hacia el agua viva, sino que, teniendo sed de Dios, beban el agua viva de primera mano y lo cuenten a los demás. El salmista tenía claro que Dios era quien le podía enviar su luz y su verdad (Sal 43,3). Incluso se trataba de un reconocimiento que hacía en situación de destierro. Para él, como para Israel, el destierro era oportunidad de replantearse su relación con Dios8 y dejar constancia de un auténtico proceso de conocimiento del Señor. No era la primera vez que Israel hacía esto: en uno de los momentos más importantes de su historia, como fue el Éxodo, Israel confesaba a Yahveh lo mismo que murmuraba de Él, manifestando así un auténtico proceso de conocimiento de Dios (Ex 14,31 – 17,7)9.
Hoy la fe de quien cree en Jesús y en la Iglesia quizá se experimente como de desierto, de muerte y de destierro en país extranjero, pero también puede asumir esta situación como el inicio de un nuevo conocimiento de Dios. A primera vista, podría parecer un poco extraño apelar a esto, cuando lo normal sería replantearse los métodos de evangelización. Pero no lo es. De hecho, creemos que muchas veces damos por descontado el conocimiento de Dios y lo que éste quiere o pide. Creemos conocer demasiado bien a Jesucristo como para profundizar nuestro conocimiento de Él. Incluso, a veces no nos atrevemos a ver quién es realmente el Dios de quien tenemos sed o el Jesucristo a quien seguimos, porque quizá perdamos un tiempo que necesitamos para realizar lo que vale la pena: llevar el mensaje misionero.
Muchas veces creemos que merodear a Dios y a su Hijo es una auténtica pérdida de tiempo cuando hay tanto que hacer y que anunciar. Sin embargo, por ejemplo, algo que llama la atención de la lectura del libro de Jonás es que no tiene que haber problema para compaginar la misión y el conocimiento de Dios. Jonás es un profeta muy eficaz, anuncia lo que Dios le manda, y la ciudad de Nínive se dispone inmediatamente a recibir la misericordia de Dios con su conversión (Jon 3,1-10). Pero también es eficaz en su trato con Dios: Jonás huye (1,1-16), Jonás ora (2,1-11), Jonás incluso se enfada con Dios (4,1-11). Jonás, por tanto, conoce a Dios, pero no de una vez y para siempre, sino continuamente.
Junto a la misión, Jonás también estaba embarcado en el conocimiento del Dios que lo enviaba. Creemos que, si no somos capaces de iniciar en la misión un proceso de conocimiento de Dios, pronto estaremos cansados/as, porque ya no encontraremos ninguna motivación; es decir, estaremos sin sed de Dios. Quizá ya no sería misión, sino pura filantropía. La misión, a nuestros ojos, puede triunfar o fracasar: eso lo sabrá Dios; a nosotros lo que nos ha de interesar es que el compromiso principal no es con la misión, sino con Dios, que envía y posibilita toda misión. Por eso Jonás no dialogaba tanto con los ninivitas cuanto con Yahveh. Por eso Moisés, cuando era rechazado, acudía a Yahveh (Ex 6,12). Dios es el Tú por excelencia, y a este Tú es a quien hay que conocer en último término. Un Tú que, por otra parte, es quien también se nos da a conocer. Dios es quien dirige su palabra a Jonás, quien lo destina a una misión, quien lo salva, quien lo destina por segunda vez, quien le pregunta por qué se molesta, quien lo confronta con la muerte (ricino, gusano, viento), y el último que habla en el relato. En el proceso de conocimiento, el Dios que salvó a Jonás quiere que también acepte su ser misericordioso10.
La sed que tengamos, por tanto, no ha de ser de la misión por y en sí misma, sino de Dios; y toda misión ha de contribuir a mantener viva esa sed. En general, a todos nos gusta la eficacia, muy valorada en nuestros tiempos. Pues bien, seamos también eficaces en el conocimiento de Dios. Muchas personas han dejado de creer o no quieren creer porque no se encuentran con un Dios que «les vaya». Normalmente, el problema no es que Dios sea un Dios que «nos vaya» o «no nos vaya» (Jonás estaba en la misma situación: me va o no me va un Dios misericordioso); en realidad, Dios nos va muy bien siempre y en cualquier circunstancia. Otra cosa es que no queramos darle la oportunidad de meterse con nosotros y de cambiar nuestra manera de ver las cosas. Abrámonos a la oración, a la lectura de la Escritura, a la Eucaristía... y a las personas que con su testimonio, su amor, su alegría, su pobreza y su sufrimiento hacen posible ver el rostro de Dios revelado en Jesucristo: «Nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres, sois vosotros, al aparecer manifiestamente que sois una carta de Cristo, redactada por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne» (2 Co 3,2-3). Sabemos que la exigencia es grande para disponerse a conocer y a aceptar lo que Dios es y quiere. Cada cual sabrá valorar su sed de Dios y los canales por donde piensa buscarlo. A nosotros nos queda insistir en lo siguiente, unidos a las palabras de San Anselmo: «Ciertamente que el Señor, nuestro Dios, es quien ha de enseñar a nuestro corazón dónde y cómo buscarlo, pues no podemos ir en su busca a menos que Él nos enseñe, y no podemos encontrarlo a menos que Él se nos manifieste»11.
Si hemos insistido en la apertura al futuro de salvación de Dios y al mismo tiempo en las dificultades de la misión y del conocimiento de Dios, no cabe duda de que, si esperamos y padecemos con sed de Dios, nos enfrentamos también a lo problemático. Parece que, como seguidores/as de Jesucristo, estamos destinados a vivir entre la estabilidad y el riesgo12. Indudablemente, todo ser humano busca una cierta estabilidad, y no es fácil abrirse al riesgo. Tenemos miedo a la fractura de la estabilidad conseguida, y cuantas menos cuestiones surjan, parece que vivimos mejor. Sin embargo, el salmista sediento de Dios no se arredra, no se calla, no se vuelve atrás: «¿Por qué me has olvidado?» (Sal 42,10), «Hazme justicia» (Sal 43,1). La sed de Dios es la fuerza para vivir lo problemático. No sólo para afrontar la cuestión de Dios, la más importante que atañe al ser humano, sino también los problemas individuales, sociales y mundiales. La pregunta de los enemigos, «¿Donde está tu Dios?» (Sal 42,4.11), está presente a todos los niveles, y no estamos sordos ni ciegos para no darnos cuenta. Los problemas y dificultades cuestionan la estabilidad; asumamos entonces el riesgo de vernos interpelados y «bramar» por el Dios vivo. La sed de Dios no niega los problemas que ella misma entraña ni los que vivimos en la sociedad, sino que se enfrenta a ellos, convive con ellos e incluso «huye» de ellos, porque sabe que la misión es del Dios que nos ha llamado; porque sabemos trabajar con denuedo, pero también descansar en la misericordia de Dios; porque todo lo hacemos agradeciendo a Dios y regenerándonos continuamente con Él13.
Por tanto, si creemos en Cristo, no somos sino sedientos de Dios. Cada cual puede contar su propia historia y hablar de su sed de Dios. En estos tiempos, en que nos encontramos con tantas realidades diferentes gracias al diálogo con Dios y con los demás, o por nuestro acercamiento a la prensa, la radio, la televisión e Internet, la sed de Dios puede disminuir o aumentar. A veces me asusto y me entristezco al ver cómo va el mundo. Pero más me preocupa que esto signifique la pérdida de la sed de Dios y viva como un desesperado (sin esperanza ninguna). Yo me niego a quedarme ahí, con el alma abatida y gimiendo. A lo ojos de Dios, en quien espero, mi Roca y mi Salvación, estoy muy contento, porque vivo también en un mundo amado por Dios, grande a sus ojos y con innumerables posibilidades de recibir la salvación de Dios. Creo que lo que significó una oportunidad para el salmista para recordar a Dios «desde el país del Jordán y los Hermones, desde la montaña de Misar» (Sal 42,7), lo puede ser también para quien, con sed, esté a la espera de Dios. Si se dice que «Dios no está» con mayor razón hay que preguntar por Él: «¿Dónde está el Señor?» (Jr 2,6.8). Si se dice que «no lo busques, no hace falta», mayor ha de ser la mirada reposada, atenta, desinteresada y en silencio14: «¡Quien diera que callaseis por completo, pues ello sería para vosotros sabiduría» (Job 13,5). Si se dice: «sólo Dios sobra», es momento de vencer la soberbia y recordar que «todo hombre a quien el Señor ha otorgado riqueza y bienes y le ha dado facultad para que coma y tomar su parte y gozarse en su trabajo, eso es un don del Señor» (Qo 5,18). Por lo tanto, no nos entristezcamos, y aprovechemos la oportunidad de forjar una esperanza realmente cristiana.
Lo que hemos dicho sobre la espera y la sed de Dios, con sus rasgos de valentía frente al futuro, conocimiento más profundo de Dios, y vida en la estabilidad y el riesgo, creemos que deberá posibilitar sentirnos mediadores/as de Dios no sólo desde lo que hagamos o dejemos de hacer, sino, ante todo, desde el peso de la sed que tengamos de Él. Deseamos que la sed de Dios nos permita también seguir cantando un cántico nuevo (Sal 98) descubriendo, valorando y abriendo canales que en este siglo XXI conduzcan y vengan de Jesucristo, fuente de agua viva (Jn 4,10).
* Prepara la Licenciatura en Teología Bíblica. Universidad Pontificia Comillas. Madrid. .
1. Cf. G. Strola, Il desiderio di Dio. Studio dei Salmi 42-43, Cittadella Editrice, Assisi 2000, 100-101.149-155.
2. N. Martínez-Gayol –«La existencia cristiana en la fe, esperanza y amor», en (A. Cordovilla – J.M. Sánchez – S. del Cura [eds.]) Dios y el hombre en Cristo, Sígueme, Salamanca 2006, 560– habla de la fe, la esperanza y el amor como «canales vitales a través de los cuales la gracia busca su “hora oportuna” en la historia y en el ser humano, para iluminar sus opacidades, fortalecer su disponibilidad y sostener su resistencia al pecado».
3. Cf. E. Sanz Giménez-Rico, Cercanía del Dios distante. Imagen de Dios en el libro del Éxodo (Estudios, 84), UPCO, Madrid 2002, 261: Moisés anuncia «de modo resumido el modo como se va a resolver la angustiosa situación que padece Israel, originada por la persecución de los egipcios».
4. Cf. Benedicto xvi, Carta Encíclica Spe salvi, Libreria Editrice Vaticana, Roma 2007, 8.
5. Cf. A. Tornos, Inculturación. Teología y método, DDB-UPCO, Madrid 2001, 166-170.
6. Cf. S. Agustín, «Enarraciones sobre los Salmos», en Obras completas de San Agustín, Tomo XX, BAC, Madrid 1965, 6.
7. Cf. E. Estévez, «De la extrañeza a la familiaridad inclusiva y universal: la hospitalidad en el Nuevo Testamento», en (N. Martínez-Gayol [ed.]) Un espacio para la ternura. Miradas desde la teología, DDB-UPCO, Madrid 2006, 125-165.
8. Cf. R. Albertz, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento. Desde el exilio hasta la época de los Macabeos (Biblioteca de Ciencias Bíblicas y Orientales 1), Trotta, Madrid 1999, 461.
9. Si Israel siguió adelante después del destierro (hacia 587 a.C.), es porque desde antes había forjado una relación con Dios. No es que todo comenzara desde cero en el destierro, ni que Dios tuviera en este caso una actuación especial. Como en otros momentos de la historia en que ese Dios se conmovía de los gemidos del pueblo suscitando jueces (Jc 2,18), o los escuchaba por medio de Samuel (1 Sm 8,9), así también ahora posibilita la vida de su pueblo y que se le reconozca como el Dios vivo.
10. Un desarrollo más pormenorizado puede verse en E. Sanz Giménez-Rico, Profetas de misericordia (Teología Comillas, 2), San Pablo-UPCO, Madrid 2007, 161-184.
11. San Anselmo, Proslogion, cap. I (Liturgia de las Horas I, Coeditores Litúrgicos, Barcelona 1979,165-167).
12. J. Patocka –«El hombre espiritual y el intelectual», en Libertad y Sacrificio (Hermeneia, 76), Sígueme, Salamanca 2007, 269– ha hablado del cristianismo como «la visión de la problematicidad y el esfuerzo de huir de la misma. Con todo. la problematicidad está ahí presente. Éste es un punto importante: la huida tiene como base la problematicidad. Este aspecto lo encontramos en todos los pensadores cristianos. San Pablo toma aquí su punto de partida, en la «Sofia tou kosmou»: cuanto más te empeñes, tanto más vano resulta tu esfuerzo, y lo que el hombre no alcanza es fácil para Dios; por tanto, debemos creer... Pero san Pablo sabe de la problematicidad, que está en la base. ¡Y de nuevo encontramos lo mismo en Pascal!»
13. Cf. G. Uríbarri, «Contra el prometeísmo apostólico», en El Mensajero. Perfiles del evangelizador (BTC 17), DDB-UPCO, Bilbao 2006, 106-111.
14. Cf. P. Panizo Rodríguez, «Sólo la sed nos alumbra. Tres cuestiones abiertas para la teología en un tiempo de eclipse de Dios»: Miscelánea Comillas 58 (2000), 12-16.
FUENTE :
www.pastoralsj.org/secciones/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.

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