domingo, 11 de mayo de 2008

LA ORACIÓN - HNO. MARTÍN CORREA, OSB.

LA ORACIÓN - Hno. Martín Correa, OSB

Sabemos que la oración es importante en la vida del cristiano. No ha habido santo que no lo haya dicho y practicado, siguiendo las palabras de Cristo: “Orad en todo momento y sin desfallecer” (Lc 18, 1). Sabemos también que la oración es la base que da solidez a todo lo que somos y hacemos: “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los albañiles”, dice el salmo 126. Y sin embargo nos cuesta trabajo y le escatimamos el tiempo “no tenemos tiempo”, es la justificación. Pero dado que el tesoro del amor de Dios, “que nos amó primero”, lo llevamos en “vasos de barro”, en la debilidad, en la tentación... la única solución es la oración.

Dificultades
Parece que hoy más que antes se hace difícil orar, como que todo contribuye a posponerla, el hiperactivismo, la agitación, la escala de valores materialistas, las falsas seguridades, etc. Pero detengámonos especialmente en tres.

Miedo a la soledad y al silencio
1 Re 19, 11: El profeta Elías arrancando del rey Ajab se esconde en una cueva. Ahí el Señor le dice: “Sal fuera a esperar que el Señor va a pasar...”. El Señor no está en el temporal, ni en el terremoto, sino en la suave brisa. Dios pasa fácilmente inadvertido porque no se impone y nosotros huimos del silencio y la soledad, por miedo a encontrarnos con nuestra verdad (conciencia). Por miedo a encontrarnos con Dios que nos llama a exigencias nuevas, fuera de nuestros programas. Nos asusta que nos dijera como a Oseas 2, 16: “Yo te conduciré a la soledad y te hablaré al corazón”. Decimos ¿quién pudiera saber lo que Dios quiere de mí?, pero a la vez tiritamos de que fuera posible este conocimiento.

Autosuficiencia
En un mundo que tiene por meta la eficiencia, la independencia, la seguridad, y la ausencia de dolor a cualquier precio, ¿cómo puede estar abierto a lo que Dios quiera? ¿Cuándo va a acoger las palabras de Jer 17, 5 ss: “Maldito el hombre que confía en el hombre y hace de la carne su apoyo y del Señor aparta su corazón?”. Orar implica un salto desde mis seguridades a los brazos de Dios para que Él haga lo que quiera. La autosuficiencia es la antítesis de la fe.

Nuestras cadenas
Cual más, cual menos, todos estamos bastante llenos de apegos que nos frenan. Somos como Gulliver paralizados por miles de hilitos, sino cables, que nos tienen pegados a tierra. Decimos muchas veces “no tenemos tiempo”, pero sabemos que para muchas otras cosas nos hacemos el tiempo. Me impresiona lo que dice el cura de Ars, Juan María Vianney: “Hay personas que parece como si dijeran al buen Dios solo dos palabras, para deshacerme de ti...”. La carencia de oración revela algo más grave: una crisis de amor. Cuando hay amor, amistad, interés, se busca, se hace el tiempo.
No tenemos tiempo, decimos. Esto no nos deja sin embargo tranquilos, nos queda la mala conciencia de no estar haciendo lo único necesario: “Marta, Marta te afanas por muchas cosas cuando una sola es la necesaria...”.
La consecuencia de todo esto es que cuando alguien deja de interesarse por Dios, su vida se centra en otros valores y Dios pasa a segundo plano. Se deja de buscarlo, se hace lejano, se hace una idea sin incidencia vital. Entonces crecen los problemas de la vida diaria: la convivencia se hace difícil, el espíritu de servicio se apaga, la alegría de vivir se transforma en tedio, y la duda sobre la propia vocación se hace permanente. Esto no nos puede dejar tranquilos.

Necesidad de la oración
¿Acaso mi oración puede cambiar a Dios? ¿Puede obligarle a querer lo que antes no quería? Es la típica objeción que se hace, pero que sirve para ubicarnos más en profundidad. Ciertamente no cambiaré a Dios en nada. Pero primero es Dios, Jesús, el que suscita mi oración, el que estimula a buscar, pedir y llamar (Mt 7, 7). Segundo, a través de la oración el Señor me convierte en instrumento vivo, querido por Él para que sea efecto de mi oración lo que Él quiere, es decir, me asocia a su providencia, me hace su colaborador.
Dios no necesita mi oración para enterarse de lo que necesito. Él me conoce más que yo mismo. Pero yo soy el que tengo necesidad de hablarle, de hacer un alto en el camino para tomar conciencia de mi vida. Es propio del hombre exteriorizar el sentido de su vida para llegar a ser eso. Existe una dialéctica entre lo que queremos ser y lo que somos, necesito decirme para llegar a ser.

Sentido de la oración
La raíz de la oración es un acto de fe. Un acto de fe que me dice que el fondo último de mi ser es totalmente positivo. Habiendo sido creado a imagen de Dios, por mucho que mis pecados la hayan deformado, esa imagen sigue siendo real. Decir “creados a imagen de Dios” es equivalente a decir que soy una persona, es decir, un individuo único e irrepetible, capaz de amar y de ser libre. Ya nuestras huellas digitales son una prueba de nuestra exclusividad personal: nunca se repiten.
Pero esto no es más que un signo, un vestigio de la relación única que tengo yo con mi creador y que me hace ser alguien y no algo. Alguien que tuvo que ser amado especialmente por Dios para ser creado, para existir; alguien que fue llamado por su nombre, porque “el Buen Pastor conoce a sus ovejas por su nombre” (Jn 10, 3). Nombre que está inscrito en el cielo (Lc 10, 20). ¡Esto es fantástico! Saber esto es saber que tengo un “para qué”, una misión que cumplir, y que si no la hago quedará sin hacerse.
Ahora, ¿cómo conocer mi verdadero nombre? ¿Cómo conocería mi vocación en este plan de Dios? Solo Él me lo puede revelar. Y esto fundamentalmente se realiza a través de la oración. Mi vida sin la oración sería como un viaje sin brújula, totalmente a obscuras. Mediante la oración debo ir rectificando día a día la ruta hacia el Señor, hacia mi destino pleno.

Oración de Cristo y oración cristiana
Ciertamente Jesús vivía en permanente contacto con el Padre. Sin embargo, el Evangelio lo muestra frecuentemente retirándose solo a un monte o al desierto para orar. Jesús también necesitaba momentos fuertes de intimidad con el Padre especialmente frente a situaciones especiales. Por ejemplo, cuando va a escoger los doce apóstoles (Lc 6, 12). “El que me envió nunca me deja solo, porque yo hago siempre lo que a Él le agrada” (Jn 8, 29). Y cuando los apóstoles le piden que les enseñe a orar, Jesús les muestra cómo dirigirse al Padre abriéndose con la confianza y amor de hijos muy amados.
La oración del Señor tiene su máxima expresión en el relato de Jn 17 que culmina en el huerto de los olivos “Padre todo te es posible, aleja de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieras” y por último en la cruz, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
A partir de la experiencia orante de Jesús podemos determinar qué no es la oración cristiana. No es un “acto especialmente intelectual”. De esto parece pecar la definición de la oración como “elevar la mente a Dios”. El que así piense, lógicamente busca apartarse de todo lo que le impida concentrarse mentalmente en Dios. Resultado de esto es la voluntad de separar “vida” de “oración”. El efecto de esto ha sido un cristiano muy religioso en la iglesia los domingos y pragmático, por no decir pagano, en sus negocios y demás aspectos. La oración así es un “pegote” de la existencia.
Pero la oración no es un acto de la vida, sino un tipo de vida, ya que es el fruto de un encuentro vital con el Señor de la Vida. Así, toda la existencia se vuelve un acto litúrgico: “Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31).
“Si supiéramos escuchar a Dios, si supiéramos contemplar la vida, toda ella se nos convertiría en oración. Porque toda la vida se desarrolla bajo la mirada de Dios y no deberíamos vivir ni un solo acontecimiento sin ofrecérselo” (Michel Quoist).
Entonces, ¿qué sí es? Se ha dicho o definido la oración como “un elevar la mente a Dios” (san Juan Damasceno) o quizás mejor, “un diálogo con Dios”. Ahora bien, se sabe lo difícil que resulta esto en medio de nuestra agitada vida, sobre todo cuando lo que resulta es un monólogo: “yo hablo y Dios calla”.
Si consultamos la Biblia vemos que en la oración se vive justamente el silencio de Dios y más aún, la contradicción. Abraham ve derrumbarse todas sus esperanzas cuando Dios le pide sacrificar su hijo Isaac. Es que Yahvé no es como los dioses paganos, construidos por los hombres. Estos son complacientes, apoyan los proyectos humanos, para eso han sido inventados. El Dios cristiano en cambio nos prueba, nos juzga, nos purifica, nos libera de nosotros mismos. “Mis caminos no son los vuestros”.
Nuestra visión de Dios muchas veces es pagana, mágica. En la magia, Dios está al servicio del hombre, este lo usa para que confirme sus caprichos. En la oración mágica o supersticiosa, se piensa que cumpliendo ciertos ritos se aplaca al dios y se le pone a nuestro favor. Esta postura pseudorreligiosa no compromete a las personas en nada.
Dios no está dispuesto a darnos más seguridades que las de la fe. La fe es la única postura realista frente a Dios, fe que se ve continuamente puesta a prueba en la oración. Por eso la oración es un momento privilegiado para la tentación, pero por lo mismo, también momento privilegiado para dar el salto de fe en los brazos de Dios (cf. El ciego Bartimeo, Mc 10, 40). De este modo, sólo la fe entiende que Dios permanezca en silencio. La oración tiene mucho más que ver con el corazón, con el amor, que con la mente, por eso la definición de santa Teresa: “Tratar de amistad con el Señor que sabemos que nos ama”, es la más cierta.

Oración y vida
La oración está estrechamente vinculada con la vida. La oración, igual que la vida, es algo dinámico que si no crece se detiene y muere. Está en estrecha relación con la actitud con que se vive. Si mi manera de orar hoy es igual a la de hace años, o si no se va haciendo cada día más íntima, quiere decir que mi oración no es algo vital.
La oración tiene etapas, épocas de crisis y de progresos, se partirá con muchas peticiones, para ir llegando a la alabanza, a la acción de gracias y a la adoración.
Primero se descubrirá a Cristo, después el Padre y el Espíritu Santo.
Algo que no podrá faltar en la oración auténtica es el estar comprometida con los que sufren, con la justicia, con los pobres, si no puede ser un mero refugio alienante. El que no sabe escuchar a los hermanos tampoco podrá oír al Padre. Dice el documento de Puebla nº 740: “El Señor rezó de un modo totalmente nuevo partiendo de la realidad de la vida y hablando al Padre con confianza e intimidad. El cristiano movido por el Espíritu Santo motiva la oración en la vida diaria y en su trabajo. La oración crea en él la actitud de alabanza y agradecimiento al Señor, le aumenta la fe, le conforta en la esperanza activa, le conduce a entregarse a los hermanos y a ser fiel en la tarea apostólica ... un miembro que ora es siempre Cristo que ora”.
Así vemos que la oración auténtica no solo no se evade de la vida, sino que se nutre de ella y lleva al compromiso. Caso de Moisés, Jeremías, etc. En el nº 569 de Puebla sigue un pasaje luminoso: “La oración ha de llegar a convertirse en actitud de vida de modo que la oración y la vida se enriquezcan mutuamente: Que la oración conduzca a comprometerse en la vida real y que la vivencia de la realidad exija momentos fuertes de oración”.

El Espíritu Santo enseña
Si hablamos de aprender a orar habría que entenderlo como a aprender a respirar, a andar, o amar. Es decir, aprender a remover impedimentos para que la naturaleza se exprese porque la oración viene de un instinto que se da en nosotros, no se trata de fabricarlo, sino favorecerlo. Parece que fue san Agustín el que dijo que el hombre es naturalmente cristiano.
Por eso, buscando las raíces de donde fluye la oración recordemos lo que san Pablo dijo en el Areópago: “Dios no está lejos de nosotros porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17, 28).
Mucho más que un Dios que nos crea, nos lanza a la existencia y punto, Él tiene que mantenernos permanentemente en la existencia (creación continuada). “Si tú escondes tu rostro, todos se turban; si tú quitas el Espíritu, morimos y volvemos al polvo” (Sal 104). Así como el embrión vive en el seno de la madre, nosotros vivimos en Dios, que es nuestro “medio vital”.
“Nosotros no sabemos orar como se debe, pero el mismo Espíritu ruega a Dios por nosotros con gemidos que no se pueden expresar con palabras” (Rom 8, 26). El Espíritu Santo es el gran maestro de la oración, Él solo puede enseñárnosla porque la oración es el misterio más profundo de nuestro ser. Allí donde Dios me comunica la existencia, allí donde su amor me da su Espíritu, allí donde Él me habita, estoy orando aun sin saberlo. Por eso aprender a orar es atender, acoger, escuchar lo que él nos enseña.
Y ¿qué nos enseña? “No han recibido un espíritu de esclavos sino de hijos por el que clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rom 8, 14). Nos enseña a ser libres, no esclavos de fórmulas estereotipadas, todos los métodos son buenos si se usan con libertad, como medios, pero lo esencial es estar disponibles para lo que quiera el Espíritu que sopla donde y como quiere. Nos enseña a entregarle nuestra existencia, nuestras personas como dice Pablo: “Os exhorto a que ofrezcáis vuestras existencias, vuestras personas, como sacrificio vivo, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico” (Rom 12, 1). Con esta entrega de nosotros mismos y no solo de nuestras acciones (entrega del tronco y no solo de las ramas). Le decimos efectivamente a Dios: “Hágase tu voluntad”, con lo cual no nos equivocaremos nunca.
Y se verán los frutos de la oración. Esta nos reunifica la vida. Dice Dom Helder Câmara: “Durante el día nos vemos fragmentados, divididos. Los ojos se quedan por allí, las manos por allá, en cada jornada nos vamos descuartizando. Creo necesario unir los pedazos y esto lo logro en la oración”. También nos da un conocimiento profundo de Dios. Uno muy superior al intelectual a través de los libros, porque nos incorpora a la intimidad misma de Dios. Y por eso mismo, nos da un mejor conocimiento de sí mismo.

La oración de acción de gracias
San Lucas nos cuenta que un grupo de 10 leprosos le suplican a Jesús: “Maestro, ten compasión de nosotros” (17, 11). Como sabemos, un leproso era un maldito, un marginado de por vida. Su grito resume el grito de todos los afligidos que tienen en Jesús su última esperanza. (v. 14) Jesús dice: “Vayan a presentarse a los sacerdotes” para que certifiquen oficialmente su curación a los representantes de la sociedad. Los leprosos tienen fe porque parten sin estar todavía curados. En el camino sanan. Nueve siguen a cumplir la ley, uno solo vuelve (v. 15): “Glorificando a Dios a grandes gritos. Y postrándose a los pies de Jesús, le daba gracias. Era un samaritano”. (v. 17) Jesús preguntó: “¿Y los nueve dónde están? ¿No ha habido quien vuelva a dar gracias a Dios excepto un extranjero? Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.
Es frecuente escuchar que la ingratitud es uno de los mayores defectos humanos y es que revela en el ingrato un egoísmo, o una falta de humildad grave, porque ¿qué cuesta dar las gracias por un bien recibido? Nada. Es de justicia reconocer el bien que se nos ha hecho, y devolver amor por amor. Entonces la única respuesta justa frente al don total de Dios es la alabanza, la acción de gracias, la glorificación.
En este mundo comercializado todo tiene su precio, la palabra gratis es anormal y sin embargo en hogar, todavía nacimos y crecimos gratis.
En el A.T. el término exacto para expresar el agradecimiento es “Bendición” que incluye gracias y alabanza. Los salmos son la gran expresión de acción de gracias. Son muchísimos: Sal 33: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca, mi alma se gloría en el Señor...”; Sal 102: “Bendice alma mía al Señor y todo mi ser a su santo Nombre, bendice alma mía al Señor y no olvides sus beneficios...”; Sal 117: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia...”; para rematar con los tres últimos: 148, 149 y 150.
Quizá, si más expresivos de bendición, acción de gracias y alabanza sean los cánticos. Por ejemplo, de Moisés Ex 15: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar... Él es mi Dios... yo lo alabaré...”; El cántico de los tres jóvenes (Dan 3): “Criaturas del Señor bendecid al Señor... ángeles del Señor bendecid al Señor... sol y luna bendecid al Señor...”. Y en el Nuevo Testamento el Benedictus de Zacarías y el Magníficat de la Virgen. De este modo la acción de gracias culmina con la encarnación del Verbo.
En Jesucristo tenemos el modelo de la acción de gracias y alabanza a Dios. Porque la anterior era totalmente limitada, hecha por pecadores, pero Jesús es el único que está a la altura del Padre: “Te alabo Padre porque has ocultado estas cosas a los sabios y las has revelado a los más pequeños” (Lc 10, 21). Toda la vida de Jesús es una incesante alabanza, pero es en la Última Cena donde ella culmina, sea porque es el anticipo de su sacrificio de la cruz, sea porque allí instituye la “Eucaristía”, como lo dice la palabra, la acción de gracias por excelencia. “Tomando el pan, después de dar gracias lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo...” (1 Cor 11, 24).
La liturgia entera es una pura acción de gracias y alabanza. En ella se recuerda y se hacen presente en forma sacramental, todos los hechos salvadores del pueblo de Dios y nosotros participamos incorporando nuestra propia historia cada vez que decimos un “Amén” con ganas y conscientemente, cosa que tenemos que “hacer vida” al salir de la iglesia. En la liturgia toda la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de la creación y a través del único mediador Cristo.
Es una verdad fundamental de la Escritura y de la Tradición lo que el Señor ha dicho. “Todos aquellos que invocan mi nombre los creé, los formé e hice para mi gloria” (Is 43, 6). Dios ha creado todas las cosas, dice san Buenaventura “no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla” (Cat. 293). Dios como Ser Supremo no puede tener otro fin para sus criaturas que Él mismo. Pues bien, al hombre, imagen y semejanza del Creador, le toca, le corresponde, manifestar, como representante de todas las criaturas, la bondad, y perfección de Dios. En otras palabras, el hombre es el mediador entre Dios y la creación, es el sacerdote, el liturgo de la creación. Su tarea es hacer una eucaristía de todo.
El hombre, no solo debe ofrecer sus actividades sino su persona: “Os exhorto a que ofrezcáis vuestros cuerpos” (es decir, vuestras existencias) (Rom 12, 1). La acción de gracias a Dios por los dones recibidos es claramente lo mínimo que podemos hacer, lo demás sería ingratitud, pero es todavía interesada, es necesario alabarle y darle gracias por lo que es en sí mismo, por su inmenso amor, por su inmensa gloria, como justamente lo decimos en el Gloria de cada misa: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. Bendecir a Dios es alegrarse profundamente de que exista, de que sea Dios, y punto.
“Hay quienes bendicen a Dios porque es poderoso, son como esclavos que tiemblan; hay otros que lo bendicen porque es bueno para ellos, son como asalariados interesados, y finalmente hay quienes lo alaban porque es bueno en sí mismo, estos son como 'hijos que piensan solo en su padre' ” (un monje del siglo XII).
Para san Pablo la vocación cristiana se sintetiza así: “Estén siempre alegres, oren sin cesar y en toda ocasión den gracias a Dios, esta es por voluntad de Dios vuestra vocación” (1 Tes 5, 18). “Oren sin cesar”, oren constantemente, esa es la oración continua que es el fruto de querer dar gracias en todo momento, esto es hacer de la vida una eucaristía. ¿Cómo llegar a esta oración continua, a esta acción de gracias permanente, a este ser un cristiano “euca­rístico”? Este ha sido uno de los temas por resolver de todos los padres de la oración, de todos los buscadores de Dios. Para san Benito el tema es vivir en la presencia de Dios y organizó todo en función de esto, especialmente la celebración litúrgica u “Oficio Divino”. Se trata de un volver al centro de nuestro ser, no para contemplarse en forma narcisista, sino para incorporar la acción de Dios al corazón de nuestra vida. En occidente esta acción la llamamos “silencio interior”, “recogimiento” y en oriente “oración del corazón”.

¿De dónde viene la oración en el hombre?
Es interesante que para santa Teresita la oración sea como “Un impulso del corazón, mirada al cielo, grito de reconocimiento y amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.
El que ora es todo el hombre pero para la Escritura es el corazón el que ora. Para ella el corazón es nuestro centro escondido, inaprensible por la razón y solo el Espíritu de Dios puede sondearlo.
La oración que da vida espiritual en oriente cristiano viene del monte Athos, es la oración del publicano: “Señor ten piedad de mí, pecador”. Así se logra el “morar constantemente y en todo dar gracias” a Dios.
El hombre al ser creado por Dios a su imagen y semejanza está inclinado a su origen, a su fuente, este instinto no es solo del hombre sino de toda la naturaleza, pero el hombre puede ser consciente y ser traducido en amor, gratitud y adoración. San Francisco de Asís con su cántico de alabanza de las criaturas es quizás el mejor representante que podamos tener e imitar. El problema es que este instinto tiene que abrirse paso entre otros instintos, frutos de nuestra naturaleza humana herida, más un ambiente social enrarecido hecho de violencia, egoísmo, y perversión, cuyo agente principal es el príncipe de este mundo. Sin embargo, en la medida en que se está entregado a Dios y los hermanos, se llega a ser un canto de alabanza a la gloria de Dios y nuestra vida se convierte en oración continua. “Ora comáis ora bebáis o hagáis cualquier cosa hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31).

Perseverancia
Hemos dicho que el único maestro de la oración es el Espíritu Santo, pues bien el Señor ha dicho: “Si vosotros, siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc 11, 13). Aquí está la clave de la vida de oración, pero Jesús da la clave al final de la parábola del amigo inoportuno que viene a medianoche a pedir tres panes al que está ya en cama, por dormirse. “Yo les digo que si no se levanta por ser amigo, a lo menos por la insistencia se levantará para darle lo que necesita” (Lc 11, 8). Es decir, que todo depende de la perseverancia con que pidamos, busquemos y golpeemos. “El que perse­ve­rare hasta el fin, ese se salvará” (Mt 24, 13).
Para nosotros, creo que aquí está una de las mayores dificultades, porque queremos que las cosas se nos den fácil y rápidamente. Qué distinto a los primeros cristianos que se caracterizaban por perseverar en oír la enseñanza de los apóstoles, en la fracción del pan, y en la oración (Hech 2, 42). La perseverancia no excluye las infidelidades, siempre que se vuelva incansablemente a retomar el camino. Eso sí, se necesita mucho auxilio de parte del Señor y mucha entrega nuestra para que nuestra vida se convierta en sacrificio de alabanza y acción de gracias (misión esencial del hombre). Lo más importante es la humildad y en esto ayuda mucho más que las virtudes, la conciencia adolorida de nuestras caídas. En este punto puede ayudarnos mucho lo que dice santa Teresita de la santidad: “Que no consiste en esta o aquella práctica, sino en una disposición del corazón que nos hace conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en la bondad de Dios”.
Por último, lo que le da pleno sentido e importancia a la acción de gracias es que será la única actividad que tendremos en la vida eterna según lo dice el Apoc 4, 8: “Los cuatro vivientes o ángeles, símbolo de los cuatro evangelistas, con alas llenas de ojos, no cesan de repetir Santo, Santo, Santo es el Señor del universo aquel que era, que es y que viene”.
FUENTE :
www.benedictinos.cl/osb/novedades/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.


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