jueves, 22 de mayo de 2008

CUERPO Y SANGRE DE CRISTO - CUENTO.

Cuerpo y Sangre de Cristo - CUENTO.
Narrador: Nací en Betsaida hace catorce años y desde pequeño me acos­tumbré a ver a mi madre enferma. Alguien me contó que había llevado mal el tiempo del embarazo, que tuvo un parto difícil cuando yo nací, y que desde entonces no había conseguido le­vantar cabeza. La muerte de mi padre la puso aún peor y por eso, cuando oí a nuestro vecino Andrés hablar de Jesús y es­cuché el testimonio de gente curada por él, decidí buscarle aun­que fuera en el último rincón de la tierra, hasta conseguir que sanara a mi madre.
Desde Cafarnaún me llegó el rumor de que andaba por allí y no lo dudé ni un momento: avisé a una vecina que se hiciera car­go de mi madre, y, como sospechaba que iba a pasar varios dí­as fuera, eché en un hatillo cinco panes de cebada y un par de peces que yo mismo había pescado y secado junto al lago.
Encontré pronto un reguero de gente que también le busca­ba, y me uní a ellos mientras bordeábamos Tiberíades, hasta llegar a la orilla casi desértica donde acababa de llegar con los suyos. Éramos una muchedumbre enorme, y empecé a desa­lentarme al pensar que iba a serme imposible acceder al hom­bre del que quería arrancar el milagro.
Estaba cayendo la tarde, y la gente empezó a estar inquie­ta. Muchos habían salido de sus casas sin provisiones, estába­mos en despoblado y ya no había tiempo de volverse antes de que se les echara encima la noche. Me alegré de haber sido previsor y acaricié mi zurrón, una comida que, en medio de aquel desierto, valía más que el oro.
Traté de acercarme al círculo más cercano a Jesús para ver si, el conocer a Andrés, me facilitaba el acceso a él y conseguía arrebatarle la sanación que andaba buscando. Al aproximarme, me di cuenta de que había elegido el peor momento: sus discí­pulos daban muestras de mucha inquietud y hablaban entre ellos en corrillos. Encontré a Andrés, pero apenas dio muestras de in­terés por mí: estaba hablando con otro y le decía en tono impa­ciente:
Andrés: Te aseguro que este Jesús es imprevisible. Imagínate lo que se le ocurre decir ahora: ¡que demos de comer a toda esta gente!
Discípulo: ¿Qué es lo que piensa?, dijo el otro, ¿que vamos a sacar de debajo de las piedras de este desierto, los doscientos dena­rios que harían falta para repartir pan a esta multitud?
Narrador: Me asaltó, como un relámpago, la intuición de que mis reser­vas de alimento podían ser mi mejor baza para alcanzar mis propósitos, así que susurré por lo bajo a Andrés, mientras po­nía mi zurrón en sus manos: Ten, ahí van cinco panes y dos peces. Dile a tu maestro que se los doy para que, al menos, podáis comer él y vosotros.
A Andrés se le iluminó el rostro y, sin decirme nada, me aga­rró por el brazo y se abrió camino hasta el sitio donde estaba Jesús. Cuando lo vi de cerca, tuve la sensación de que era el único tranquilo en medio de tanto nerviosismo. Estaba en me­dio de un grupo de niños contándoles una historia que les ha­cía reír, y también él sonrió cuando vio que Andrés vaciaba mi zurrón delante de él diciendo atropelladamente:
Andrés: Este muchacho tiene cinco panes y dos peces, así que, al menos podremos comer nosotros; pero me temo que la gente que se ha empeñado en venirse hasta aquí, va a tener que ayu­nar por hoy. Y no es que yo no quiera repartirlo, pero tú me di­rás qué es esto para todo este gentío... y cuando yo ya me veía sentado junto a Jesús en el corrillo de sus amigos, comiendo con ellos y escuchándoles felicitar­me por mi sensatez previsora (un marco excelente para hacer yo enseguida mi petición), vi que Jesús se ponía en pie con mis panes y peces en sus manos, se acercaba a un grupo de discí­pulos, se los daba y les decía que se los repartieran a la gente que esperaba sentada y resignada.
Narrador: No me preguntéis lo que ocurrió a partir de ese momento porque jamás conseguiré explicármelo: sólo he entendido al­go más tarde, cuando después de unos años, me junté al gru­po de los que celebran a Jesús como el Viviente y, en la frac­ción del Pan de cada domingo, releemos juntos las antiguas tradiciones sobre el don del maná en el desierto y volvemos a escuchar: Este es el pan que el Señor os da de comer... (Éx 16,16.19). A tu pueblo lo alimentaste con pan de ángeles (...) para que aprendan tus hijos queridos que es tu palabra la que mantiene a los que creen en ti... (Sab 16,20.26).
Recordamos también lo que dicen que decía Jesús: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, quien me come vivirá por mí... El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne... (Jn 6,50.57). y cómo se conmovía ante la miseria del pueblo que andaba maltrecho y derrengado, como ovejas sin pastor. Y ex­perimentamos entonces lo que significan palabras como «com­partir», «saciarse», «vida en abundancia», «banquete fraterno», «hacer lo que él hizo en recuerdo suyo...».
Algunos os estaréis preguntando qué ocurrió con mi madre: Jesús no hizo con ella ningún milagro y murió poco después. Pero yo ya no voy por la vida calculando, guardando y previ­niendo, sino aprendiendo a compartir, a entregar y a ofrecer, como le vi hacer a él.
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

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