martes, 17 de junio de 2008

SAN PEDRO, EL APOSTOL DE LAS VACILACIONES Y LOS ARRANQUES.

Su maciza y equilibrada humanidad ha sido perfectamente captada por el pueblo. Aparece lavando redes, y Jesús le distingue hasta tal punto que salta a su barca. Camina sobre el agua y duda porque se levanta un poco de viento. Pero sobre la palabra de Jesús dio crédito a su corazón. En sus negaciones se contienen todas las miserias y en sus llantos se juntan todas las noblezas. Pedro el vacilante, ya Papa, se convierte en un vendaval de actividad, de prudencia y de sabiduría.
"El Señor-decía el clásico fray Basilio Ponce de León-adoctrina a los hombres como a niños distraídos y de cortas entendederas que necesitan, para que les entre la enseñanza, figuras de bulto". La pedagogía divina es dulce pedagogía de párvulos, llena de signos plásticos y corporales. En el Antiguo Testamento, el Señor adoctrinaba a los hombres con nubes, truenos, relámpagos y visitas de ángeles. Todas las fuerzas naturales y sobrenaturales eran movilizadas por El para despertar a sus hijos adormilados. En el Nuevo Testamento, el Señor se mete por los ojos de los hombres con la estridencia de los milagros y la suavidad de las parábolas. Como Jesús entre pañales de paja, su verdad vino al mundo entre prodigios de cielo y cuentos de aldea ...

Luego, para seguir adoctrinando la humanidad con parecido estilo, a través de la Historia, el Señor se vale de los santos. En los santos está toda su doctrina, encarnada en fragmentos parciales. Como el maestro presenta al párvulo sus taruguillos de madera para que "vea" materialmente lo que es el cono y la esfera, el Señor, siguiendo su eterno estilo de pedagogía, les muestra a los hombres, de siglo en siglo, las figuras de los santos para que materialmente $"vean" lo que es la humildad, lo que es la pureza, lo que es la fe, lo que es la prudencia. A través de los santos, Dios se sigue haciendo, parcialmente, hombre para prolongar en la historia el milagro de la Redención ...

Por eso, para que la fría enseñanza de la mente sea completada con el arrebato de la voluntad, Dios ha puesto al margen de los siglos un reguero de "vidas" selectas y ejemplares, que contienen en sí las soluciones de cada instante y acentúan aquella parte del credo cristiano que, en cada instante, conviene más a las necesidades del momento. Cuando la disciplina eclesiástica se relaja nace un San Benito; cuando la sociedad se endurece, un San Francisco; cuando el protestantismo se inicia, un San Ignacio; cuando la lucha social se agrava, un San Vicente de Paúl.

Cuando la balanza de la Humanidad se desequilibra, Dios arroja en uno de sus platillos un Santo que, en definitiva, pese tanto como las necesidades y los problemas de aquel instante. Por eso, cuando había que instaurar y cimentar ese enorme edificio de dos fachadas-divina y humanaque es la Iglesia, Cristo escogió a Simón Pedro, que era el discípulo de las grandes debilidades humanas y de los grandes arranques divinos.

San Pedro, santo folklórico. Porque por esa misión que la santidad cumple de su encarnación, a fragmentos parciales, de toda la rica y múltiple variedad del credo cristiano, hay en ese espectro de la santidad franja de todos los colores y gotas de todo sabor en ese océano ilimitado. La santidad es un jardín inmenso donde todo florece, desde el nardo y la rosa del puro amor y el puro misticismo, hasta la flor del campo o la medicinal y doméstica manzanilla, de la virtud casera y el conocimiento tibio. Toda la literatura universal, con su orgiástica variedad de héroes, caballeros, princesas, bobos y graciosos no puede sobrepujar a la variedad polícroma del "Flos Sanctorum", que va desde la transverberación de Santa Teresa hasta las bobadas juglarescas de San Diego de Alcalá.

Y una de las catalogaciones que pudiéramos hacer en esta desconcertante variedad de "los santos", es aquella que sepa raña a los santos familiares y domésticos, que parece que están en los altares para sonreírnos y darnos confianza, y los santos luminosos y sublimes, que parece que están allí para anonadarnos y llenarnos de pavor y admiración. En Dios todo se abraza en la unidad; pero en los santos el foco divino se refleja en diversas haces de luz, y así, unos muestran más su misericordia y otros más su justicia y otros más su majestad. Hay santos a los que no parece posible pedirles más que el martirio o el don de rapto, pero hay santos a los que se atreve uno a pedirles que llueva e incluso que apruebe el hijo en el instituto.

Pues bien, San Pedro es santo doméstico, familiar, bondadoso y folklórico. El pueblo le ha dado una dulce catalogación de abuelo. Es uno de esos santos que el pueblo "ve" plásticamente. Tiene decididas sus características físicas. y se las dice en coplas: San Pedro, como era calvo, le picaban los mosquitos ... Como San Ignacio tenía que ser capitán intrépido y como Santo Tomás tenía que ser el ensimismado "buey mudo", San Pedro, la piedra sobre la que había de cimentarse este edificio humano y divino de la Iglesia que había de transmitir la doctrina perfecta a través de imperfectas realizaciones, tenía que ser un santo doméstico y asequible.

El llamamiento. Y parece enteramente, que a servir este propósito providencial, a hacernos accesible y fácil la figura del primer Papa, se diñge todo el relato evangélico en cuanto roza y toca con él. Los episodios petrísticos del Evangelio son, casi todos, de los que han entrado en la categoría de populares. Hay una Biblia oral y tradicional, que se transmite, al lado de la auténtica y escrita, por los fogarines aldeanos y las pláticas de las abuelas. Esta es la "Biblia" de la Verónica, de Malco, del gallo del corralillo de Caifás, del aguamanil y la toalla de Pilatos. y a esta "Biblia", en la que de San Juan apenas se sabe más, sino que tenía "el dedo tieso", se han incorporado casi todos los episodios del auténtico Evangelio, donde Simón Pedro bulle y retoza.

Sale a escena Simón en el luminoso drama del Evangelio, "lavando redes" (San Lucas 5-2); así como un personaje sencillo, secundario, casi del coro. Pero el Señor, que viene apretujado por las turbas que le seguían, lo distingue en seguida. Lo distingue hasta tal punto que, para librarse de la turba y hablar con Simón a sus anchas, salta a la barca. Ya en ese salto del Señor a la barca de Simón, está en esbozo todo: la elección, la exaltación y distinción de Pedro; la fundación de la Iglesia sobre el cimiento duro y frágil por El escogido. Seguramente en aquella turba que le seguía había personajes y personajillos de todas las clases sociales: doctores, escribas, fariseos, soldados, publicanos. Pero el Señor se separa de la masa turbia y, con el salto a la barca -como más adelante con la ascensión al Tabor-, distingue y separa al que estaba "lavando redes".

Y seguidamente, la vocación y llamamiento de Simón no se verifica con aparatos de voces y relámpagos, como la de Saulo, o con gradaciones intelectuales, como la de Agustin, el lector del "Symposio" y del "Hortensio". Jesús no tira de él con hilo de oro sino con basta soguilla bien visible. Le hace echar las redes en el lago, que durante toda la noche se había mostrado cruel con los pescadores, y las redes se llenan de peces. Entonces, Simón se arroja a los pies de Jesús: "Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador". Está, clasificado y equilibrado, todo: un acto de fe inicial, en el arrojar las redes por orden de Jesús, en el lago infecundo; un arranque ya de genuino estilo petrístico en la humilde confesión final, pero, en el medio, un prodigio carnal, utilitario, vistoso: una pesca milagrosa, inicio de otras varias, con la que el Señor tira dura y ásperamente del corazón de aquel hombre, que había de necesitar a cada instante violentos argumentos plásticos para apuntalamiento y sostén de sus vacilaciones. Ya empieza Pedro, el de los generosos arranques, a amar. Pero a amar humanísimamente, a la vista de unas redes, que se rompen de puro cargadas de pescados. No florece en su corazón de santo de bulto, de personaje folklórico, una sutil rosa de amor espiritualizado y quebradizo. Cree, ve y ama ...

La suegra. Y en seguida al fondo del relato evangélico, como una decisiva pincelada folklórica cruza la rápida visión de la suegra de San Pedro. Estaba en cama con una calentura y el Señor la sanó. Hacía falta este rasgo para acercar bien al pueblo la figura doméstica del sillar de la Iglesia. Hacía falta que San Pedro tuviera suegra para que se atreviese definitivamente con él el pueblo que siempre hizo de las suegras tema predilecto de su folklor. Hay pocos santos con suegra. Pero éste, era preciso que la tuviera, para que cupiera mejor en la copla, en el romance y en el corazón.

Los dísticos de San Pedro. Entrando así en escena Simón, tan humana y popularmente, ya todo el Evangelio es para él un recuento paralelo de sus debilidades y sus arranques; de sus caídas y de sus alzamientos. A través del Evangelio se va así construyendo a paletadas alternativas de cal y de arena el cimiento de la Iglesia. Digamos ahora los dísticos de San Pedro. El poema de sol y de sombra de su vida vacilante, donde todo tiene su contrapeso y su equilibrio. Digamos de sus pecados, corregidos por sus virtudes heroicas; digamos de sus virtudes, humanizadas por sus pecados fragilísimos. A San Pedro lo pondría yo, en mi capilla doméstica, sobre un altar de jaspe rosa y de ladrillo cocido.

La caída de la duda. Digamos primero el dístico de su fe, donde riman la duda vergonzante y la confesión valiente. "Entre tanto-dice San Mateo, 15,2~la barca estaba en medio del mar, batida reciamente de las olas ... Cuando ya era la cuarta vela de la noche, vino Jesús hacia ellos, caminando sobre el mar. Y viéndole los discípulos caminar sobre el mar, se conturbaron y dijeron: "Es un fantasma". En realidad, ya con eso sólo, estaba consumada la duda. La agresión de la fe. Tengamos en cuenta que iban en la barca los que le habían visto curar a los ciegos y sanar a los endemoniados. Tengamos en cuenta que pocas horas antes, a orilla de aquel mismo lago por el que bogaban, Jesús había realizado el prodigio de la primera multiplicación de los panes. ¡Y después de esto, cuando ven avanzar una sombra sobre el mar, creen que es un fantasmal ¿No era mucho más fácil que fuera el que, poco antes, había multiplicado los panes?

Pero ya está aquí la incredulidad. La incredulidad también consiste en creer lo dificil antes que lo fácil. Que esto es lo que sigue haciendo la humanidad: no creer en Jesús, que se acerca sobre las aguas y creer en los fantasmas. Los apóstoles, gritando que venía un fantasma, ante Jesús que llegaba sobre las olas, fueron los antecesores de toda esta pobre humanidad, que ha acabado quitándose el escapulario ... para sustituirlo por un pelo de elefante o un bu da de marfil.

Pero Simón Pedro acentuó la incredulidad con la pedantería. Cuando Jesús les dice que es El, Simón le pide una comprobación crítica. "Si eres tú mándame ir hacia Ti sobre las aguas". Y Jesús le manda venir. Y Simón va sobre las aguas pero al ir llegando, el viento arrecia, San Pedro duda y se asusta. Y en cuanto duda, empieza a hundirse ... Está aquí toda la complicada psicología de la duda. En ese admirable fragmento evangélico están, en ciernes, todas las múltiples maneras de dudar que la humanidad ha inventado. La incredulidad primero, el racionalismo luego, después la tibieza: todo el lujo de la duda.

Y, acaso, entre todas estas formas, la más humana e impresionante, esa forma central, cuando Simón va ya sobre el agua y duda y tiembla porque se levanta un poco más de viento. Va viviendo el milagro y cree todavía que un poco de viento puede disiparlo todo. Iba sobre el agua y todavía su fe no era más que pavesilla a merced de un soplo. Aceptaba un milagro moderado y de discretas proporciones. Andar sobre el agua, bueno ... , pero sin hipérboles de grandes vientos y oleajes. En aquel momento creyó Pedro, apenas, en el Cristo, cómodo y facilitón en que ahora creen tantos y tantos: un Cristo ... sin exageraciones.

El arranque de la fe. El episodio ocurre al día siguiente del anterior, como para que el contraste sea más duro. Jesús con los prodigiosos milagros de la víspera y de la noche, parece haber preparado suficientemente la base y el cimiento para toda fe. Y en su suavísimo discurso se aventura a hacer el anuncio y promesa de la Eucaristia: "En verdad, en verdad os digo, que si no coméis la carne del Hijo del hombre, y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros". Ante estas palabras el fracaso es rotundo: las turbas se escandalizan, los apóstoles vacilan y "desde entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirle". No podían creer en la locura de su amor, que era la Eucaristía.

Pero en medio de ese hervidero de dudas, de esa general deserción surge, como una flamarada de luz, el arranque de Pedro. El, distinguiéndose de todos, actúa a la inversa de todos. El que dudó sobre el agua, cree sobre la palabra de Jesús, da crédito a su corazón. Su confesión es grande, sobria, explícita: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios". Ahora que has escandalizado a todos, eres el Hijo de Dios. Y es que ahora el Señor había dado de Sí un testimonio mucho más grande y arrebatador que no el de sus más estupendos milagros. Había anunciado la síntesis de las cosas en su Amor: la Eucaristía.

En ningún episodio aparece tan crudo, tan inmediato, el contraste como en las tres negaciones. Es uno de los trazos más humanos del Evangelio y acaso el que más definitivamente ha acercado al primer Papa a la comprensión popular. En el "crescendo" de sus tres negaciones, psicológicamente graduadas, hasta estallar en el juramento final se contienen enciclopédicamente todas las miserias humanas: ruindad, miedo, ingratitud, egoísmo. Como luego en sus llantos amarguísimos a la puerta de casa de Caifás, están juntas todas las noblezas: arrepentimiento, humildad, amor. Este episodio dejó diseñado fuertemente, como hacía falta, la figura de Pedro, para que la iglesia tuviera cimiento de cal y arena. Por eso, el pueblo se apoderó tan fácilmente de él. No le faltaba nada para ello: ni siquiera la intervención folklórica del gallo, que es el ave del pueblo, así como las calandrias y los ruiseñores son las de los poetas cultos. Ni siquiera, luego, su prolongación legendaria en los dos canalillos que, a fuerza de llorar todos los días su negación, se dice que surcaban el rostro arrugado del Apóstol ya viejo.

La designación. Convenía así que las llaves de la Iglesia fueran entregadas a aquellas manos paradójicas de Simón: carnales y santas, temblorosas y firmes. Jesús había dejado caer, como al desgaire, varias señales de su futura designación pontifical. Le había llamado con el nombre de "piedra", no bien se decidió a seguirle. Le había profetizado, más tarde, que sobre esa piedra asentaría su Iglesia. Le había incluido siempre en la gloriosa minoría de los tres selectos. Pedro, Juan, Santiago, únicos que entraron con él en la casa de Jairo; únicos que subieron al Tabor y le siguieron a Getsemaní. Hasta que, llegada la hora, Cristo hace la designación solemne del primer Papa, a orillas del mar de Tiberíades: "Apacienta mis ovejas".

Los hechos. y en seguida el Cenáculo, Pentecostés, loas lenguas de fuego. y aquí como un rayo enérgico, que abre el nuevo capítulo de la vida de Pedro. Termina el Pedro del Evangelio, que es el de las vacilaciones y debilidades y empieza el Pedro de los hechos apostólicos, que es el de la sabiduría y la prudencia. Convenía así para que se viera que era la gracia y no él el que obraba. Convenía para que se viera que se habían inaugurado los tiempos nuevos y que las grandes cosas se harían ya con los medios débiles: ligeros de materias, faltos de peso. Jesús mismo inaugura el nuevo estilo encajando el drama todo de la redención entre un pesebre y un patíbulo.

Y, desde entonces, ese estilo queda convertido en ley. Todo lo que es providencial, lleva ese sello de la desproporción entre la causa y el efecto, que dice que Dios necesita poco para obtener mucho. Unos pescadores y unas catacumbas subterráneas le bastan para extender la Iglesia; un capitán vasco, para reafirmarla en el trance más dificil; Simón Pedro, para sostenerla y tres barquichuelas, para alumbrar un Mundo.

El Evangelio ha insistido tanto en sus debilidades para que ahora en sus prodigios de los hechos admiremos más la obra de la gracia. Pedro, el vacilante, aparece en las páginas de los Hechos, convertido en un vendaval de actividad, de prudencia y de sabiduría. La doctrina de la libertad de la Iglesia está toda ya en el "Non possumus" de Pedro, que señala a la esfera espiritual un límite de imposibilidad de transacción y de cesión. La Iglesia no invade ningún poder limítrofe; pero aguarda a todos los poderes invasores, en el dintel mismo de esa esfera espiritual, cuyas lindes "no puede" franquear. Allí están en esbozo todas las futuras y serenas virilidades de la Iglesia, desde San Ambrosio ante el Emperador, hasta Pío IX ante Victor Manuel y así en nuestros días.

El martirio. En el último instante de su vida, la cruz del martirio de Pedro, que la leyenda quiere invertida, por su voluntad, proyecta la figura de una ballesta que apuntara al cielo. Esa el último arranque del Apóstol que no se consideraba digno de morir en la misma postura que el Maestro. Vivió años de debilidad, en que el arco de la ballesta estuvo tembloroso y tenso. Pero, al fin, se disparó hacia Cristo con una plenitud de arrepentimiento y de amor. La maciza y equilibrada humanidad de San Pedro, en todo el relato bíblico, que he procurado seguir, ha sido peñectamente captada por el pueblo, al verle en la portería celestial, calvo, arrugado, bondadoso, siempre más propicio, con sus grandes llaves bodegueras, a abrir que a cerrar el portón.
( David Pérez Mata,
Sacerdote -Diócesis de Burgos, España ).
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

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