(José Luis Martín Descalzo “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”, Tres Tomos)
No había sitio en la posada
En aquel amasijo de hombres y bestias revueltos se hablaba de negocios, se rezaba, se cantaba y se dormía, se comía y se efectuaban las necesidades naturales, se podía morir, todo en medio de la suciedad y el hedor que aún hoy afectan los campamentos de los beduinos en Palestina, cuando viajan.
Quienes han conocido el subarriendo saben que esa es la mayor pobreza: la falta de intimidad para hablar, para amar, para orar. José lo habría aceptado para un simple pasar una noche, pero José sabia que tendrían que pasar allí días, tal vez semanas. Y que uno de eso días nacería su hijo. Un poco de silencio, un poco de paz era lo menos que podía pedirse.
Tal vez el mismo dueño de la posada le dijo que había en los alrededores muchas grutas abandonadas que se usaban para guardar el ganado y que en una de ellas podría refugiarse. No es siquiera imposible que el propio posadero soliera guardar en ella su ganado. Lo cierto es que a ella fueron a parar José y María.
Fue una gruta natural como tantas que hay hoy en los alrededores de Belén. Un simple peñasco saliendo de las montañas como la proa de un barco y bajo el cual unas manos de pastores seguramente han oradado una cueva para guarecerse de la lluvia o del sol.
Se venera bajo la basílica de la Natividad en Belén, doce metros de larga, por tres y medio de ancha y en la que los sacerdotes al celebrar hoy no pueden elevar mucho el cáliz porque pegaría en el techo.
Aquí llegaron. El rostro de María cubierto de polvo blancuzco del camino, reflejaba cansancio. José como avergonzado y pidiendo perdón de algo que no era culpa suya, pregunto a María con la mirada. Ella sonrió y dijo : Sí
Y estando allí, se cumplieron los días de su parto (Lc 2,5). La frase del evangelista hace pensar que ocurrió varios días despajes de llegar a Belén y no la misma noche de la llegada, como suele imaginarse. José tuvo, pues, tiempo de adecentar un poco la cueva, de clavar algunas maderas que protegieran del frió algún rincón, de limpiar la paja del pesebre, de comprar quizá algunas cosillas.
Un parto era siempre un acontecimiento en los pueblos de Palestina. Todos los vecinos participaban en él y, a los ritos religiosos, se mezclaban las más torpes supersticiones. En torno al lecho de la parturienta alguna amiga trazaba, con tiza o carbón, un circulo para preservar a la madre de la influencia de los demonios. Y en cuanto el niño nacía, se colgaban amuletos sobre el lecho y en las jambas de la puerta para ahuyentar a Lilith, el demonio femenino. Si el parto era difícil, la parturienta apretaba en su mano derecha un rollo de la Thora. Nacido el pequeño, todos los vecino acudían a verle y recitar oraciones sobre él. Y los niños del pueblo eran obsequiados con manzanas, nueces y dulces.
En el silencio de la noche
Nada de este movimiento rodeo el nacimiento de Jesús. El evangelista, parco en datos, señala claramente la soledad de la madre en aquella hora. Fue así seguramente de noche ( el evangelista dice que los pastores estaban velando) y muy probablemente una noche de diciembre ) así lo avala una antiquísima tradición, que precisa casi desde el siglo primero, la fecha del día 25). Haría ese fresco nocturno de los países cálidos, que no llega a ser un verdadero frió, pero que exige hogueras a quienes han de pasar la noche a ala intemperie.
José habría encendido uno de estos fuegos fuera de la gruta. En él calentaba agua y quizá algún caldo. Dentro de la gruta María estaba sola, tal vez contemplada por la mirada cándida de los animales que verosímilmente había en el establo. Su aliento formaba nubecillas de blanco vapor en torno a su húmedos hocicos. El tiempo avanzaba lentamente. Podríamos decir que solemnemente, como si comprendiera que aquella era la hora más alta de la historia.
Fuera, el fuego ardía juguetón, avivado por el vientecillo que venia del sur. José rezaría o pasearía nervioso, como han hecho todos los padres de la historia y como seguirían haciéndolo. Tal vez pensaba que debía haber llamado a una comadrona, pero María se había opuesto con un simple agitar negativamente la cabeza. Debido de sentir muchas veces deseos de entrar en la gruta, pero la ley prohibía terminantemente que el padre estuviera en el cuarto de la parturienta a esa hora. María había dicho que ya le llamaría cuando hiciera falta.
Al fin, oyó la voz de su esposa, llamándole. Se precipito hacia la cueva, con la jarra de agua caliente en la mano. Esperaba encontrarse a Maria tumbada en la paja, pero estaba sentada junto al pesebre, limpiándose tal vez el cabello. Sonreía y le hacia señas de que se aproximase. La cueva estaba casi a oscuras. Iluminada sólo por débiles candiles que no eran capaces de romper tanta sombra (53 lámparas iluminaban hoy esa cueva en Belén, y sigue siendo oscura). Por eso tomó uno de los candiles y lo acercó al pesebre que María le señalaba. Vio una tierna carita rosada, blanda y húmeda aún, apretados los ojos y los puñitos, con bultos rojos en los hinchados pómulos. Al tomarlo en sus manos temió que pudiera deshacérsele, ¡ tan blando era! y, mientras lo colocaba en sus rodillas, en gesto de reconocimiento paternal, sintió que las lágrimas subían a sus ojos. Este es, pensó el que me anunció el ángel.
Y su cabeza no podía creerlo.
¿Cómo fue este parto que la fe de la Iglesia siempre ha presentado como virginal? El evangelista nos lo cuenta con tanto pudor como precisión: Se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre. (Lc 2,6-7) No nos dice que María estuviera sola, pero si nos pone a
Un bebé, sólo un bebé
Allí estaba María y José le miraban y no entendían nada. ¿Era aquello aquel muñeco de carne blanda lo que había anunciado el ángel y el que durante siglos había esperado su pueblo?
¿Aquel bebé era enviado para salvar el mundo? Dios era todo poderoso, el niño todo desvalido. El Hijo esperado era la Palabra; aquel bebé no sabia hablar. El Mesías seria el camino, pero éste no sabía andar. Sería la verdad omnisciente, mas esta criatura no sabía ni siquiera encontrar el seno de su madre para mamar. Iba a ser la vida; aunque se moriría si ella no lo alimentase. Era el creador del sol, pero tiritaba de frió y precisaba del aliento de un buey y una mula. Había cubierto de hierbas los campos, pero estaba desnudo. No, no lo entendían. ¿cómo podían entenderlo? María le miraba y remiraba los ojos. Pero tras la piel sólo había una carne más débil que la piel.
Su cabeza de muchacha se llenaba de preguntas para las que no encontraba respuestas: si Dios quería descender al mundo, ¿por qué la habían elegido a ella, la más débil, la menos importante de las mujeres del país?
Extracto y Síntesis
Federico Merino
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO V.
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