viernes, 21 de septiembre de 2007

DIGNOS DE ÉL - SILVINA CHEMEN, RABINA DE LA COMUNIDAD BET-EL



DIGNOS DE ÉL - SILVINA CHEMEN.

“Serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra”.
(Génesis, 12, 3)

Roma - ¿Qué méritos tuvo Abraham para recibir tamaña bendición? El texto bíblico es escaso, pero contundente: “Y dijo Dios a Abraham: Lej lejá, Vete de tu tierra y de tu nación, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré…” (Génesis 12:1).

Sus méritos son el alma abierta para escuchar la voz de Dios y la valentía de salir a caminar por tierras desconocidas, más allá de su propio espacio. Escuchar y marchar: condiciones indispensables para recibir una bendición.

La escucha

Escucha sensible, desaprensiva, sin condicionamientos, sin prejuicio. Escucha atenta a la voz del Cielo, o la voz de la conciencia, la que tantas veces silenciamos o ignoramos, basada en la confianza de creer en lo que estamos escuchando. Escuchar sin querer rebatir y ganar la compulsa. Escuchar para aprender, para crecer, para saber, para disentir sin herir, para ponerse en el lugar del otro y hacerle lugar al otro, tomándose el tiempo antes de contestar. Quizás ésta sea su primera enseñanza: aprender a escuchar con humildad es darle lugar a otras voces que no sean la nuestra. Así Abraham pudo escuchar la misma voz de Dios.

La escucha da un lugar al otro. Para el filósofo Martin Buber, la relación yo-tú se despliega en el ámbito del lenguaje, en la capacidad de dirigir la palabra, de hablar al otro. Aquí, señala Buber, comienza la ética: ante la alteridad. Escuchar es tener el don de la contracción (tzimtzum en hebreo), tal como nos enseña la mística judía: Dios contrajo su luz infinita para permitir la creación de realidades independientes; se contrajo para darle lugar al otro. La capacidad de la escucha tiene que ver con la contracción de nuestra propia omnipotencia para reconocer otras realidades que conviven con la nuestra.

Un viaje a sí mismo

La Voz le indica: “Lej Lejá (vete), comienza a andar, muévete, compromete tu intelecto, aprende que para ser merecedor de bendición deberás actuar”.

Moverse es abandonar los espacios de comodidad para ir al encuentro de lo que no conocemos y no controlamos. Fronteras, rejas y murallas: los humanos nos hicimos expertos en delimitaciones espaciales, quizás por la inseguridad que tenemos de caminar y encontrarnos con lo diferente. El otro es un espacio desconocido, un terreno ajeno que –hay que reconocerlo– nos atemoriza.

“Vete –le dijo Dios– sal de ti mismo, porque aunque no lo puedas percibir aún, volverás a ti mismo. Vete hacia ti mismo”. Ése es el secreto de salir de uno hacia el espacio del otro. Porque allí donde no soy yo puedo encontrar una parte de mí que existe sólo en el rostro del otro, como ama decir Emmanuel Lévinas.

Abraham no interpela a la Voz preguntándole hacia dónde: se atreve a la aventura inconmensurable de dejarse llevar por la voz del Cielo, o del alma, que le sugiere que más allá de él se encuentra la bendición. “Vete”, deja los espacios seguros, porque cuando te sientes seguro, habrás dejado de crecer. Mira otros mundos que no sean la casa de tu padre, las costumbres de tu pueblo, los mandatos de tu sociedad. Levanta la vista y reconoce el horizonte.

Merecedor de bendición es aquél que va al encuentro. Quien tiene tal confianza en sí mismo que no necesita de murallas y guardianes que le aseguren su integridad, porque en sí mismo se siente íntegro. Se esconde el temeroso, el engreído, el omnipotente, el inseguro. Se esconden, porque todo lo que no sea ellos mismos los amenaza y los interroga. Se esconde aquél que prefiere no preguntarse ni siquiera por sí mismo y a quien le sería insostenible enfrentar la pregunta del otro. Se esconde quien se siente completo, el que se cree dueño de la verdad, el que cree que detenta el poder sobre otros.

Salir de las propias murallas es un acto de mucha valentía. Supone asegurar las certezas, permitiéndoles ponerlas a prueba; desarrollar el respeto por otros ideales, sin dejar de respetar los propios; descubrir que hay tramos del camino en los que iremos solos, y otros en los que no seremos los únicos, aprenderemos a compartir los manantiales y las sombras. Salir, como Abraham lo hizo, no es abandonar las convicciones, ni desdibujar la propia creencia.

El otro como desafío

Pero para salir al camino debemos prepararnos. Abraham nos enseña que para salir al encuentro con otros debemos saber con quiénes contamos, con quiénes queremos compartir la travesía, quiénes portarán los alimentos, quiénes los mapas, a quiénes deberemos proteger, y quiénes no están en condiciones de acompañarnos.

Judíos y cristianos debemos saber muy bien con quiénes contamos para iniciar este Lej leja, para encontrarnos en el diálogo. La historia nos ha enseñado que la mera denominación no nos transforma en judíos o cristianos. La intolerancia en las mismas familias, la incapacidad de vivir en las diferencias aún perteneciendo a la misma fe, nos ha enfrentado con nuestros propios hermanos, desmereciendo la historia, los sueños y la misión de cada pueblo.

Explica Hanna Arendt: “Nosotros introducimos nuestro hilo en la malla de las relaciones. Lo que de ello resultará nunca lo sabemos… uno se aventura. … ese aventurarse sólo es posible sobre una confianza en los seres humanos. Una confianza –y esto, aunque fundamental, es difícil de formular– en lo humano de los seres humanos. De otro modo no se podría”.

Hoy somos convocados a encontrar lo humano en nosotros, a detectar aquel espacio que nos constituye como seres capaces de aventurarnos en el complejo desafío de tejer la malla de las relaciones con el prójimo. En donde cada uno es un hilo particular, pero sólo ensamblado en el otro crea la obra de arte. Es allí donde le hacemos lugar a la bendición.

Bendecidos en ti

El versículo, además, dice: “Y serán bendecidas en ti todas las familias de la Tierra”. “En ti”, ésa es la clave. La capacidad de recibir la bendición es lo que construimos dentro de nosotros mismos.

Los descendientes de Abraham serán –seremos– bendecidos no por su mérito, por su fe o por las pruebas a las que él fue sometido. Nadie recibe lo que no genera desde sí mismo. La bendición tiene que ver con el intercambio. Por eso no leemos que serán bendecidas “por ti” o “a través de ti” todas las familias de la tierra. Nadie podrá hacer por nosotros lo que nosotros no estemos dispuestos a hacer: Dios nos creó con la capacidad inherente de irradiar la bendición hacia todas las familias de la Tierra. En nosotros está la llave.

Es el trabajo cotidiano de anidar en nosotros el potencial de ser bendición. Por eso dice mishpejot haadama, es decir: las familias de la Tierra. Porque la primera dimensión en la que se instala la bendición que está en nosotros, es la familia, el pequeño mundo, el universo de lo posible, del esfuerzo diario de sostener vínculos de sentido y de respeto.

Una pedagogía

Acostumbrados hoy a dimensiones globales, la Torá nos confronta con la responsabilidad sobre lo que sí estamos en condiciones de asumir. Ya que en la dimensión familiar, que será la personal, la comunitaria o el universo de pares con los que interactuamos, es posible desarrollar una “pedagogía de la bendición”. Educarnos en la escucha y en la marcha, como nos enseña Abraham; aprender del descubrimiento del otro, que es la tierra que Dios nos mostrará –aquel espacio desconocido hacia el que nos animemos a marchar con confianza– esperando el encuentro.

La pedagogía de la bendición nos pide el bien-decir: a decir bien lo que haya que decir y, a su vez, a hablar del bien, enfocando positivamente nuestro discurso. Pero la etimología hebrea de la palabra (braja) del vocablo berej (rodilla, articulación), señala que hay que articular, en primer lugar, lo que decimos y lo que hacemos, dentro de nosotros mismos y a su vez articular con el otro, con los otros.

Decía el maestro Marshall Meyer: “Yo creo que cada persona en el mundo, en un momento u otro, posa su fe y su confianza en otro individuo, y que sólo una selecta minoría es capaz de aceptar las consecuencias de tamaño compromiso”. Aceptar este compromiso es formular una promesa con el prójimo de caminar cada uno su camino, pero compartiendo el horizonte, comprometer el rumbo en la aceptación del otro que, en definitiva, es la aceptación de uno mismo.
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Silvina Chemen
Rabina de la Comunidad Bet-El


FUENTE : www.miradaglobal.com
ENVIÓ : Patricio Gallardo V.

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