lunes, 3 de septiembre de 2007


La sangre derramada

En una iglesia de Toledo se venera un antiguo Cristo con un brazo desclavado y a a media altura. La historia de este Cristo es prodigiosa.

A sus pies un día se confesaba un gran pecador, dando signos vivísimos de contrición. Sin embargo el confesor, ante aquella multitud de graves pecados, dudaba de impartirle la absolución. Y el pecador imploraba el perdón

-Te absuelvo -dijo el confesor- pero no vuelvas a caer en estos pecados.

El penitente lo prometió; pero como era débil, volvió a caer; el arrepentimiento lo condujo nuevamente a los pies del confesor. Esta vez el sacerdote fue más duro; incluso lo amenazó con negarle la absolución. El penitente replicó:

-Yo me arrepiento y tengo dolor de corazón. Cuando lo prometí fui sincero. ¡Perdóneme!

El confesor le perdonó, pero añadió: - Te perdono, pero que sea la última vez.

Al cabo de incierto tiempo, he aquí de nuevo al penitente a los pies del confesor implorando el perdón de los reiterativos pecados.

-Esta vez se acabó, ­-dijo el sacerdote- tu recaes siempre; tu arrepentimiento no es sincero.

-Es cierto padre, pero yo vuelvo a caer porque soy débil. Soy sincero, pero estoy enfermo.

-No hay más perdón para ti

Se oyó entonces un sollozo, pero partía del Cristo. Cristo desclavaba su mano derecha; y alzándola, trazaba sobre la cabeza del pecador el signo de la absolución; mientras una voz decía, dirigiéndose al sacerdote:

- Tú no has derramado la sangre por él…

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